En la imagen que se volvió omnipresente durante la primera mitad de 2020, el coronavirus SARS-CoV-2 aparece representado como una esfera negra cubierta de “espículas” rojas que parecen floretes y que son proteínas que permiten al virus adherirse a los receptores que están en la superficie de las células humanas. Esa es, quizá, la especialidad del SARS-CoV-2. Nuestros anticuerpos, probablemente estimulados por la vacuna, se componen de cadenas “pesadas” y “ligeras” que parecen montoncitos flotantes de pasta de colores primarios que impiden que las espículas se adhieran a esos receptores para detener el avance del virus. A finales de mayo de 2020, un equipo de científicos estadounidenses, belgas y alemanes publicaron un artículo sobre un anticuerpo aislado de animales inmunizados que podría neutralizar los coronavirus de esa misma forma, pero que ameritaba “mayores investigaciones como potencial tratamiento para la pandemia de la covid-19”. Lo más sorprendente era la fuente de dichos anticuerpos: las llamas (las que escupen, no las que queman).

En un momento en el que cualquier viso de esperanza era digno de celebración, los medios se abalanzaron sobre la historia. The New York Times anticipó que las llamas serían las “heroínas de la pandemia”. Apenas una semana después, The Guardian se preguntó si acaso las llamas serían “nuestra arma secreta” para combatir la enfermedad. The New Yorker publicó también un video en el que planteaba la siguiente pregunta: “¿Será posible que las llamas nos salven del coronavirus?”. Esos reportajes eran parte de un aluvión preliminar de racionalizaciones desiderativas vinculadas a investigaciones en animales que pregonaban el potencial de nuevas especies para contribuir a las investigaciones sobre el coronavirus, con la finalidad de incrementar la confianza del público y promover la asignación de recursos financieros a la ciencia. Pero ¿cómo llegó este humilde camélido andino a convertirse en la fuente de tanta esperanza?

Durante las últimas tres décadas, las llamas han generado una sutil pero sustancial fascinación que se ha traducido en tremendas inversiones en el mundo de la biotecnología especulativa. Pero la posibilidad de encontrar un tratamiento para la covid-19 basado en anticuerpos de llama era apenas la opción más reciente de una larga lista de intentos por lograr que los animales ocuparan un lugar primordial en la investigación científica internacional y en las ganancias de las grandes farmacéuticas. Aunque la vacuna basada en anticuerpos de llama fue desplazada por alternativas menos animalistas, es casi un hecho que los fármacos derivados de la investigación con llamas serán una parte cada vez más notoria de la farmacopea contemporánea en los próximos años. Según la consultora G&L Scientific, la “farmacollama” es un claro ejemplo de la “innovación en el seno de la industria”.

Habría sido fácil pasar por alto esta ruta de no ser por las tres décadas de giros inesperados en el mundo de la biología molecular que fueron ocasionados por los viales sobrantes de sangre de camello que estaban en un congelador en Bruselas en los años ochenta y por el descubrimiento que el biólogo molecular Serge Muyldermans, de la Vrije Universiteit Brussel, describe como “serendipia”.

Examinar esa cadena fría de sucesos no sólo nos permite entender por qué las llamas se erigieron como potenciales salvadoras durante la pandemia de la covid-19, sino que también evidencia el surgimiento de una poderosa fuente de investigación en biotecnología contemporánea que podríamos denominar “biocapital camélido” (en tanto que las llamas pertenecen a la familia Camelidae). Hoy día se producen varios medicamentos derivados de las llamas que valen miles de millones de dólares y que forman parte de un esfuerzo histórico por desarrollar los llamados “nanoanticuerpos” (minianticuerpos), los cuales han desatado acusaciones de biopiratería internacional y de una potencial reconfiguración del sistema inmune humano. Si las afirmaciones científicas y corporativas más optimistas resultan ser ciertas, el biocapital camélido redefinirá la salud humana en el siglo XXI.

Estudios a sangre fría

La prominencia biomédica de las llamas empezó en 1981, cuando otra pandemia atemorizaba al mundo: la del VIH/sida. En Estados Unidos, los CDC desarrollaron una pauta para agrupar a quienes consideraban grupos de alto riesgo, el infame “club de las 4H”: homosexuales, haitianos, adictos a la heroína y hemofílicos, con un fuerte énfasis en los primeros. Asimismo, en Francia, el periódico Libération denominó el sida como “una epidemia de cáncer gay”. Mientras tanto, del otro lado del río Lys, en Bélgica, donde la conciencia popular del VIH llegó con un ligero retraso, el virus se concibió de forma un tanto distinta. Los tabloides no se enfocaron tanto en los “homosexuales” como fuente de la enfermedad en Bélgica, según las antropólogas Charlotte Pezeril y Dany Kanyeba, sino en los “extranjeros no residentes”, en particular aquellos que llegaban de la excolonia belga de Zaire (que en la actualidad es la República Democrática del Congo). Por ende, cuando finalmente se reconoció públicamente su existencia en Bélgica, en 1983, se etiquetó el VIH como una enfermedad “africana” e “importada”.

Si la vemos a través de la lente cristalina de la retrospección, esa racialización explícita del sida era predecible. Aunque sigue siendo difícil determinar el origen exacto del VIH, las investigaciones sugieren que el salto viral que provocó la epidemia se suscitó durante las primeras décadas del siglo XX en la ribera del sinuoso río Congo, cerca de Kinsasa (en ese entonces Léopoldville, capital del Congo Belga). Los académicos argumentan que las ajetreadas vías ferroviarias de la región y el comercio sexual pujante en Léopoldville fueron elementos centrales que favorecieron la transmisión inicial del virus. Dado que el tratamiento y la gestión de enfermedades “tropicales” era esencial para ejercer el poder colonial, el genocida rey Leopoldo II inauguró la School voor Tropenziekten (el actual Instituto de Medicina Tropical de Amberes) en 1906. Los vínculos estrechos y los viajes frecuentes, incluso después de la independencia de la República Democrática del Congo en 1960, implicaron que enfermedades desconocidas atravesaran las fronteras de Bélgica, donde eran estudiadas.

Ante el aumento de casos locales de sida en 1991, los estudiantes de la Vrije Universiteit Brussel se negaron a realizar su examen final de inmunología. Se esperaba que aislaran anticuerpos de una muestra de sangre humana y determinaran el peso molecular de las cadenas de polipéptidos presentes en ellos, pero los estudiantes temían contagiarse. Serge Muyldermans, quien en ese entonces estaba haciendo un posdoctorado en el laboratorio donde se realizaría el examen, recomendó utilizar sangre de ratón como sustituto, pero los estudiantes se resistieron de igual manera, argumentando que sacrificar ratones iba en contra de la misión de sus estudios, que era la de proteger la vida, y que en sus libros de texto estaba extensamente documentado el análisis de la sangre murina.

Sin embargo, el titular de la materia, Raymond Hamers, era un profesor poco convencional: un jipi irredento de barba larga y cabellera rebelde a quien le encantaba analizar problemas con un fervor peripatético, ya fueran históricos, bibliográficos o de química estructural. Algo que derivó de sus intereses rampantes fue un nuevo programa de posgrado en “Biología Molecular Tropical”, fundado por ahí de 1982. Ese programa coincidió con que Hamers empezó a interesarse en enfermedades zootécnicas del sur global y que sus estudiantes empezaron a dispersarse por el mundo y a enviar muestras de sangre de animales a la Vrije Universiteit Brussel para su estudio. Uno de esos estudiantes, Oumar Diall, le envió a Hamers múltiples muestras de camellos que vivían cerca de su casa, en Mali, donde ese tipo de animales desempeñaban un papel significativo a nivel económico como medios de transporte y fuentes de leche y carne, pero cuyas enfermedades no habían sido estudiadas a detalle.

No se sabe si fue Hamers o su esposa, la científica Cécile Casterman-Hamers, quien decidió que las muestras sobrantes enviadas por Diall se usaran para el examen de inmunología. La sangre de camello se distribuyó entre los estudiantes con la única intención de que eso pusiera fin a sus quejas. No obstante, los estudiantes obtuvieron resultados sorprendentes: en las muestras encontraron los típicos anticuerpos de mamíferos, con cadenas pesadas y ligeras, pero también un material extraño, similar a los anticuerpos, cuyo peso molecular era considerablemente menor y que no contenía cadenas ligeras. A primera vista, el peculiar hallazgo parecía ser producto de una de dos posibles equivocaciones: o los estudiantes se habían equivocado o las muestras se habían deteriorado durante el trayecto, lo cual es común por las dificultades de mantener la cadena fría durante el traslado de sangre en trayectos transnacionales. Pero también había una tercera opción que muchos en el laboratorio se negaron a aceptar en un principio: tal vez la sangre de los dromedarios tenía cualidades genuinamente desconocidas.

Para confirmar esa hipótesis, Hamers y sus colegas extrajeron sangre de los camellos que vivían en el zoológico de Amberes, y el proceso de aislamiento de anticuerpos de estas muestras dio el mismo resultado: un anticuerpo más ligero y fragmentario. Al parecer, los estudiantes habían encontrado algo único en los dromedarios, y esa revelación no sólo estremeció el campo de estudio de los camellos, sino también el de la inmunología.

Un anticuerpo novedoso

Los anticuerpos de mamíferos más comunes tienen forma de “Y”: las extremidades son variables, pues eso les permite encajar con una apabullante gama de invasores, mientras que el “tallo” es la parte constante, la que permite que cada anticuerpo se conecte con células del sistema inmune. Los inmunólogos moleculares Rodney Robert Porter y Gerald Edelman proveyeron esta primera imagen de los anticuerpos en forma de “Y” treinta años antes de la investigación realizada en Bruselas. En 1959, Porter fragmentó los anticuerpos aislados de sangre de conejo, los cuales, según explicó, reaccionaban formando una “cadena” lineal. Más o menos en la misma época, Edelman rompió los puentes disulfuro entre anticuerpos y reveló la existencia de múltiples cadenas, que más adelante, en 1961, se subdividieron en cadenas “ligeras” y “pesadas”.

Puesto que ambos usaron sangre de conejo como materia prima experimental, la visión dominante que desarrollaron Porter y Edelman sobre los anticuerpos era que tenían dos tipos de cadenas. Pero el descubrimiento que hicieron los estudiantes de la Vrije Universiteit Brussel de un tipo de anticuerpo más pequeño sin las cadenas “ligeras” descritas por Porter y Edelman contradecía los hallazgos paradigmáticos de aquellos ganadores del Premio Nobel. La posibilidad de haber descubierto un nuevo tipo de anticuerpo traía consigo una posibilidad adicional: en vez de que se tratara de elementos irrelevantes de un sistema inmune deficiente, estos anticuerpos más pequeños podían ser especialmente útiles para combatir a los invasores. Hamers y otros se preguntaron si sería posible inducir una respuesta inmune en un camello para observar cómo funcionaba el proceso, pero al zoológico de Amberes no le pareció muy buena idea que sus escasas “naves del desierto” se convirtieran en conejillos de indias para experimentos rutinarios con virus como el de la influenza. Por ende, se volvió indispensable encontrar camellos en otra parte.

El laboratorio encontró uno en Marruecos. Aprovechando una colaboración académica con científicos de Marruecos, a finales de 1991 el grupo de investigación de Hamers reunió recursos económicos para comprar un camello que pudiera ser cuidado cerca de la Facultad de Veterinaria en Rabat. Inmunizaron al camello, y el equipo esperó la oportunidad de analizar sus anticuerpos. Sin embargo, meses después, cuando llegó la hora de obtener las muestras, se enteraron de que el camello había desaparecido sin dejar rastro (misterio que, hasta la fecha, sigue sin resolverse). En vista de las limitaciones financieras, el equipo no podía darse el lujo de comprar otro camello. Sin embargo, Nayib Bendahman, técnico del laboratorio de Hamers, había empezado a viajar con frecuencia a Marruecos, luego de que su padre sufriera un derrame cerebral. Bendahman, cuyo tío tenía un camello en las montañas Atlas, fue comisionado para ir inmunizando al camello durante sus viajes maratónicos en motocicleta desde Bélgica hasta Marruecos. Más de un año después, las muestras de sangre de camello por fin llegaron a Bruselas y se confirmó que esos pequeños anticuerpos poseían una capacidad única e impresionante para combatir patógenos.

El problema con los camellos

La primera vez que se mencionaron los anticuerpos de cadenas pesadas en un texto científico fue en una carta a la revista Nature, publicada en junio de 1993. El artículo, esbozado en un inicio por Hamers y luego editado por Muyldermans para actualizar las citas, describía “cantidades considerables” de material similar a los anticuerpos “en el suero del camello (Camelus dromedarius)”. Estos pequeños anticuerpos “de cadenas pesadas”, como describe la carta a ese material misterioso, al parecer eran “propios de todos los camélidos” y eran capaces de adherirse profusamente a los antígenos. Era inevitable pensar en su potencial lucrativo. El trabajo de Hamers en el programa de Biología Molecular Tropical devino en dos patentes, vigentes a partir de 1989, que trajeron consigo ganancias muy escuetas. Y es que la medicina tropical no era rentable; el verdadero dinero estaba en los profundos bolsillos del incipiente sector biotecnológico internacional.

Desde que en 1975 Cesar Millstein y Georges J.F. Köhler introdujeron la tecnología de los “hibridomas” para producir anticuerpos idénticos en masa, uno de los principales focos de atención de la biotecnología había sido “diseñar” anticuerpos más pequeños. Sin embargo, como durante el proceso se usaban proteínas de ratón que provocaban reacciones inmunes peligrosas en los humanos, la idea perdió popularidad hasta los años ochenta, cuando Greg Winter y sus colegas del Laboratorio de Biología Molecular del Consejo de Investigación Médica (MRC, por sus siglas en inglés) de Cambridge lograron producir anticuerpos de roedor que no eran peligrosos para los humanos. Por ende, quienes consultaron el texto del equipo de Hamers publicado en Nature reconocieron el valor de esos minianticuerpos producidos de forma natural por los camellos. En 1994, un análisis sobre el diseño de anticuerpos en la industria farmacéutica señalaba lo destacados que eran los hallazgos del grupo de investigación de Bruselas, e incluso poco después investigadores del MRC describieron intentos por “camelizar” los genes humanos. Asimismo, sin el conocimiento de muchos de estos implicados, Andrew S. Greenberg y sus colegas de la Universidad de Miami se enfrascaron en la investigación de un “nuevo receptor de antígenos” presente en tiburones nodriza que había demostrado funcionar de forma parecida a los antígenos de cadenas pesadas de los camélidos.

Por temor a que otros se aprovecharan de sus hallazgos, en agosto de 1992, apenas un año antes de la publicación en Nature, Hamers y su compañera de investigación y esposa, Hamers-Casterman, pagaron alrededor de veinticinco mil euros de su propio bolsillo para solicitar la patente europea de anticuerpos de cadenas pesadas, y al año siguiente solicitaron la patente internacional. El alcance de dichas patentes era extensísimo, pero debía seguir el camino previamente trazado por dos antecedentes: la sentencia de la Suprema Corte de Justicia estadounidense en el caso Diamond v. Chakrabarty, en junio de 1980, que determinó que era posible patentar microorganismos vivos; y los derechos que otorgó en 1988 la Oficina de Patentes y Marcas Registradas de Estados Unidos a Harvard por el “Oncomouse”, un roedor modificado genéticamente para ser más susceptible a desarrollar cáncer. No obstante, la posesión de las patentes camélidas era sólo una parte de la ecuación, pues recibir ofertas de inversión era una cosa completamente distinta que, además, estaba tardando en ocurrir.

Ahora bien, hubo una persona en particular que sí vio el gran potencial de su investigación: un representante del conglomerado neerlandés Unilever. Esta corporación masiva e inmanejable inició una reestructuración sustancial en 1980 con la intención de expandir su división de productos personales, incluyendo shampoos, pastas dentales y detergentes. Conrelis “Theo” Verrips, el biólogo molecular holandés que ayudó a desarrollar la prueba de embarazo Clearblue, recibió el encargo de usar anticuerpos en una pasta dental que eliminara las bacterias bucales sin generar resistencia a los antibióticos. Sin embargo, después de varias pruebas, le pareció imposible diseñar un producto que fuera viable a nivel comercial. Como último intento desesperado, Verrips convenció a Unilever de que le diera la oportunidad de investigar otros posibles anticuerpos, incluyendo los de camello.

En un afán por encontrar colaboradores interesados en sus hallazgos, el laboratorio de la Vrije Universiteit Brussel envió muestras a Unilever. No obstante, cuando Hamers y su colega Lode Wyns visitaron las oficinas centrales de la empresa, se quedaron pasmados al descubrir que los científicos de Unilever habían patentado el proceso, con la esperanza de impedir que el equipo de investigación original de la Vrije Universiteit Brussel siguiera trabajando con camellos. Finalmente, ambos grupos resolvieron sus diferencias, y el resultado fue una patente amplia, solicitada por Unilever en 1994, que incluía a Hamers, Hamers-Casterman y Muyldermans como inventores, lo que le permitiría a la empresa lucrar con descubrimientos posteriores. Sin embargo, dada la naturaleza extensa de las patentes de Hamers, Unilever no logró usar los anticuerpos para crear productos trascendentes. La empresa desarrolló un detergente a base de anticuerpos, pero el polvo se volvía café al almacenarlo, y esto lo hacía poco atractivo a nivel comercial. En octubre de 1998, tras la publicación en la revista de la Real Sociedad de Química de Países Bajos, Chemisch Weekblad, de un artículo que elogiaba el potencial de los productos hechos a base de anticuerpos de llamas, un reportero del periódico holandés de Volkskant descubrió que Unilever no tenía proyectado ningún producto de esa índole.

¡Que pasen las llamas!

El fracaso del detergente de Unilever dio pie a un ligero cambio en la investigación sobre anticuerpos. En los años siguientes, los camellos pasaron de moda por completo y las llamas se convirtieron en la cara pública de los “nanoanticuerpos”. Pero no fue porque hubiera diferencias serológicas significativas entre ambas especies, sino por cuestiones logísticas básicas de crianza animal.

Desde el inicio de la investigación, trabajar con camellos había representado un desafío logístico para los científicos del laboratorio belga. Al terminar su posdoctorado, a mediados de los años noventa Muyldermans resolvió el problema de forma temporal, luego de que investigadores del Laboratorio Central de Investigación Veterinaria de Dubái solicitaran un sobretiro de un artículo publicado por la Vrije Universiteit Brussel e invitaran al profesor a conocer sus instalaciones. Durante la visita, los científicos de Dubái ofrecieron inmunizar camellos sin costo alguno y enviar muestras a Bélgica a cambio de figurar como autores en los artículos derivados de la investigación. Por esa razón, una publicación de 1998 sobre la capacidad de los anticuerpos de camello para inhibir enzimas incluye como autores a dos investigadores del laboratorio de Dubái y, en un artículo publicado al año siguiente, Muyldermans y Marc Lauwereys agradecen a “su alteza, el general y jeque Mohammed Bin Rashid Al Maktoum, por el apoyo financiero”.

La principal desventaja de esas colaboraciones imprevistas era evidente: en términos logísticos, era imposible preparar materiales frescos en el laboratorio e inyectarlos de inmediato en los camellos. Si los únicos camellos cerca de la Vrije Universiteit Brussel estaban en un zoológico y no era posible trabajar con ellos, era indispensable encontrar un animal más conveniente. Los camélidos del “Nuevo Mundo” —es decir, las llamas y las alpacas— eran la siguiente alternativa lógica. Hallazgos preliminares habían demostrado que ambas especies producían anticuerpos de cadenas pesadas y que, a pesar de tener una prominencia cultural más limitada que en la actualidad, en las regiones agrícolas de Bélgica se habían empezado a criar llamas y alpacas lanudas para la industria textil. Para 1997, la Vrije Universiteit Brussel sólo trabajaba con llamas: eran “más fáciles de inmunizar, reproducir y criar”, y evolutivamente se habían aclimatado a las bajas temperaturas de los Andes, lo que hizo que los científicos consideraran más sencillo tenerlas a su alcance en el norte de Europa. Se necesitaban relativamente pocos especímenes para las investigaciones, pues cada uno producía suficientes anticuerpos después de las inmunizaciones, así que mantener un pequeño rebaño no debía de ser demasiado problemático. De hecho, en el jardín de la casa de la hija de Muyldermans sigue habiendo unas cuantas llamas.

Empezaron a alienar a los animales de sus lugares de origen, y su nuevo hogar fue el mundo inmaterial de la legislación de patentes.

Una vez que las llamas estuvieron bajo los reflectores, el equipo de la Vrije Universiteit Brussel empezó a publicar una serie de estudios adicionales sobre anticuerpos justo antes del cambio de milenio, incluyendo uno sobre la capacidad de los anticuerpos de llama para inhibir enzimas, lo que implicaba cierto potencial para su uso en quimioterapias o antibióticos. El gobierno flamenco respaldó su éxito brindando apoyo financiero al programa de biología molecular de la Vrije Universiteit Brussel, el cual tuvo entonces las condiciones propicias para enfocarse en ese tipo de investigación.

Que la FDA de Estados Unidos aprobara en 1986 el fármaco Orthoclone OKT3 [muromonab-CD3], un inmunosupresor usado para reducir las tasas de rechazo de órganos trasplantados, dio inicio a lo que muchos describieron como la “revolución del anticuerpo” y abrió la puerta a las ganancias millonarias. Aunque el progreso fue gradual, para 2001 ya habían salido al mercado otros ocho medicamentos a base de anticuerpos y había muchos más en planes, con el potencial de tratar desde la artritis (con Humira [adalimumab] de Abbott, que sería aprobado en 2002) hasta el cáncer (con Keytruda [pembrolizumab], el medicamento oncológico estrella de Merck, que salió al mercado en 2014). Puesto que los anticuerpos de llama son más pequeños que los convencionales, se consideraba que podrían contrarrestar una gama de invasores moleculares aún más amplia y quizá incluso adherirse a moléculas virales y bacterianas que los otros anticuerpos no alcanzaban. Los medicamentos a base de anticuerpos de llama representaban la posible segunda fase de la revolución de los anticuerpos, y el equipo de Bruselas fue uno de los primeros elegidos para trabajar con VIB, motivado por esa promesa y por la sensación de que estaban a punto de formar una empresa lucrativa.

No obstante, pocos de los miembros provenientes de la Vrije Universiteit Brussel tuvieron una experiencia de negocios significativa. Jan Steyaert, exintegrante del laboratorio de biología estructural de Wyns, se sumó al proyecto para desarrollar un plan de negocios y empezar a conseguir inversionistas para su nueva empresa, MatchX, llamada así porque se dedicaba a “emparejar” pares de ARN (del inglés match) y porque al parecer en ese entonces todas las nuevas empresas debían llevar una X en el nombre. MatchX se conformó en julio de 2001, aunque un año después se cambió el nombre a Ablinx, el cual hacía referencia al trabajo de enlace de anticuerpos (del inglés link), incluía la inevitable X y aspiraba a darle al proyecto una mayor visibilidad alfabética en la bolsa de valores. Su CEO inaugural, Mark Vaeck —descrito como un “as bajo la manga” en una de las primeras semblanzas de la empresa—, terminó su doctorado en el laboratorio de Hamers en 1982, justo antes del descubrimiento de los anticuerpos y antes de ascender la escalera de una serie de startups exitosas: Plant Gentic Systems (PGS), una de las primeras empresas belgas de agrobiotecnología, pionera en el diseño de plantas de tabaco resistentes a insectos; UCB, el gigante farmacéutico detrás de Zyrtec (cetirizina); y luego Cetus, Keygene y Ceres, Inc. En 2002, Vaeck trajo consigo esta experiencia para tomar las riendas de Ablynx, que pronto reuniría cinco millones de euros como inversión inicial.

Con cuarenta patentes y solicitudes de patente propias relacionadas con los anticuerpos de llamas, la joven empresa proyectó tener un crecimiento acelerado, generar rendimientos a partir de su propiedad intelectual y aumentar su personal de diez a cincuenta en cuestión de dos años. Vaeck decidió desde el principio que Ablinx se enfocara exclusivamente en el desarrollo de fármacos basados en sus productos de “minianticuerpos” de llama patentados y entrara a un mercado de medicamentos basados en anticuerpos cuyas ventas incrementarían de cuatro a catorce mil millones de dólares para 2005. Puesto que las patentes de Hamers —que para entonces ya eran propiedad de Ablynx— cubrían todos los “productos” camélidos, la empresa podía eludir la competencia, salvo por una excepción clave: la familia de patentes “Winter II” (llamada así por Greg Winter), la cual impedía la creación de una biblioteca de anticuerpos, lo que obligó a Ablynx a desarrollar sus primeras bibliotecas en Portugal, donde Winter II no tenía potestad.

Edwin Moses, ex-CEO de Ablynx, con llamas y alpacas de juguete.

Para 2006, con un acervo de veinte llamas de uso exclusivo para la investigación, Ablynx descartó la nomenclatura de “minianticuerpo” y la sustituyó con un término nuevo: nanobodies, conocidos en español como “nanoanticuerpos”. Aunque ese nombre hiciera referencia a “anticuerpos nanométricos”, en realidad no respondía a cuestiones científicas, sino de mercado. Durante la preparación para los ensayos clínicos de su primer gran candidato, caplacizumab, a Ablynx le resultó complejo explicarles el concepto de “minianticuerpos” a los potenciales inversionistas y las agencias de subvenciones. Hablar de nanobodies, en cambio, le dio un giro más atractivo a la empresa, aunque no fuera un concepto más evocativo para la gente de a pie.

Con la promoción de los nanoanticuerpos, Ablynx logró cumplir las metas de crecimiento veloz concebidas por Vaeck, su CEO. Según afirmó en 2008 EP Vantage, publicación sobre comercio farmacéutico, “si hubiera un concurso de popularidad para pequeñas empresas europeas de biotecnología, Ablynx tendría muchas probabilidades de ganarlo”. Dicho concurso de popularidad se convirtió en una guerra de adquisiciones en 2018, cuando se difundió la noticia de que Ablynx estaba a punto de sacar el caplacizumab al mercado. Tras iniciar ensayos clínicos en diciembre de 2008 y recibir la designación de “medicamento huérfano” al año siguiente, se pretendía usar el caplacizumab para tratar un extraño trastorno sanguíneo conocido como “púrpura trombocitopénica trombótica adquirida”, la cual provoca trombos de sangre. Mientras el fármaco esperaba la aprobación de la Unión Europea en 2018, Ablynx se negó a ser comprada por la farmacéutica multinacional Novo Nordisk por tres mil cien millones de dólares, pero luego aceptó una segunda oferta de compra, hecha por el mastodonte farmacéutico francés Sanofi por la exorbitante suma de cuatro mil ochocientos millones de dólares. Aunque las ventas anuales proyectadas de caplacizubam ascendían apenas a quinientos millones de dólares por tratarse de un tratamiento sumamente especializado, funcionaría también como una especie de prueba de fuego para la investigación con anticuerpos durante las siguientes décadas. Novo Nordisk y Sanofi no simplemente apostaron por un medicamento, sino por el futuro del biocapital camélido.

¿Quién se enriquece con el biocapital camélido?

La historiadora y socióloga Hannah Landecker ha argumentado que una de las transformaciones más significativas de la biología del siglo XX fue la invención de los cultivos celulares. Los cultivos permitieron que el cuerpo y sus células fueran alienables, tanto a nivel conceptual como práctico. El descubrimiento de “anticuerpos de cadenas pesadas” o “nanoanticuerpos” contribuyó a esta historia: en lugar de ser una característica innata de los camellos, los anticuerpos podrían ser vistos y usados como fragmentos biológicos diferenciados. Las patentes, por su parte, implicaban que estos fragmentos podían ser propiedad de alguien o ser vendidos como “biocapital” o como piezas de materia viva supeditadas a los caprichos de los mercados internacionales.

Cuando la primera patente de Hamers con Unilever cubrió la producción mundial de anticuerpos “derivados de inmunoglobulinas de cadena pesada de Camelidae”, sin lugar a dudas le concedió a la empresa neerlandesa la propiedad de anticuerpos de cualquier camélido del mundo: ya fueran camellos, llamas, alpacas o vicuñas. La mayoría de los camélidos no son originarios de Europa ni viven ahí, así que podría decirse que los biólogos moleculares europeos se estaban enriqueciendo con la sangre de una amplia gama de animales con historias biológicas y culturales ajenas. Luego empezaron a alienar a los animales de sus lugares de origen, y su nuevo hogar fue el mundo inmaterial de la legislación de patentes.

Esa conclusión fue poco satisfactoria para la gente del mundo que reclamaba a las llamas como parte de su herencia. Mientras Ablynx negociaba una posible adquisición en 2006, el periodista peruano Ricardo León respondió a un reportaje de la BBC sobre nanoanticuerpos con la interrogante de si no constituirían acaso un ejemplo de “biopiratería”.

“El problema para el Perú”, escribió León , “empieza cuando se descubre que la patente en cuestión protege la estructura básica, la composición, preparación y uso de los nanobodies, pero obviando los intereses de los países donde son originarias estas especies”. La Sociedad Peruana de Derecho Ambiental, organización sin fines de lucro situada en San Isidro, Perú, empezó a investigar si era posible imponer una demanda contra Ablynx y otras empresas para obligarlas a compartir sus hallazgos, de modo que los peruanos no tuvieran que pagar el precio completo de vacunas y diagnósticos derivados de la herencia de su entorno. No era la primera vez que Perú padecía una situación así: en un famoso caso, el emprendedor estadounidense Loren Miler ganó la patente del Banisteriopsis caapi, la planta que se usa para hacer la bebida ceremonial psicoactiva conocida como ayahuasca, con la esperanza de usarla para desarrollar tratamientos (aunque luego fue cancelada, en 2004).

No obstante, la lucha contra la biopiratería de las llamas se acabó casi tan pronto como empezó. Uno de los detalles que los peruanos tenían en contra era que la enajenación de los camellos, las llamas y los anticuerpos de cadena pesada implicaba muchos niveles: el animal era extraído de su lugar; el anticuerpo, del organismo; la mercancía, del biomaterial. En segundo lugar, el hecho de que los camélidos en general (y no sólo las llamas ni las alpacas) produjeran estos fragmentos útiles le añadía otra raya al tigre, lo cual evidencia lo complicadas que son las intersecciones entre historia evolutiva y capital transnacional. Los recuentos críticos de la bioprospección occidental en el sur global suelen enfatizar las incongruencias entre contratos legales y las estructuras de conocimiento indígena. Pero ¿qué país o pueblo podría reclamar la propiedad original del suceso evolutivo que ocurrió millones de años antes de la domesticación de los animales y que mandó a los “anticuerpos de cadena pesada” en diversas trayectorias geoespaciales?

En opinión de la investigadora Hannah Landecker, “la biotecnología ha cambiado lo que significa la biología”. El advenimiento de tecnologías de criopreservación, por ejemplo, permitió poner la vida “en pausa”, congelarla. El descubrimiento y la enajenación de los anticuerpos de camello también cambió de forma sutil la biología humana; si los anticuerpos de cadenas pesadas de verdad atacan a los invasores moleculares de forma más eficaz que los anticuerpos tradicionales, no interpretaremos su ausencia en el cuerpo humano como señal de lo extraordinarios que son los camellos, sino como una deficiencia nuestra. En 2001, Muyldermans, Wyns y el biólogo molecular francés Christian Cambillau describieron este fenómeno como “el lujo superfluo” de los anticuerpos normales. Diez años después, Muyldermans y sus colaboradores hicieron una reflexión más detallada sobre la larga evolución de los anticuerpos de cadenas pesadas y señalaron que “claramente son útiles y, en términos antropomórficos, cualquier especie desearía tenerlos”. Esa visión habría sido prácticamente inconcebible hace apenas unas décadas, cuando los anticuerpos no eran tan separables de la corporalidad de los animales que los producían. Sin embargo, como biomaterial que puede ser mercantilizado, es posible que en un futuro no muy lejano los seres humanos incluso hagamos fila para adquirirlos. En tanto que simultáneamente se les concibe como biomercancías y bienes públicos universales, pues “cualquier especie desearía tenerlos”, los anticuerpos camélidos han sido remolcados a través de pasados y presentes (pos)coloniales enmarañados. Sanofi, por su parte, sigue haciendo el esfuerzo de hacer notar su bondadosa “ciudadanía” corporativa al resaltar en sus informes anuales las contribuciones financieras que hace para combatir la biopiratería.

¿La llama se apaga?

Las ganancias derivadas del biocapital camélido no se quedaron en Bélgica. Aunque tanto Muyldermans como Hamers, quienes contribuyeron a fomentar las investigaciones basadas en nanoanticuerpos, compraron acciones de Ablynx en la primera oferta pública, ninguno de los dos obtuvo ganancias sustanciales. El primero reinvirtió buena parte de sus ganancias en su departamento de investigación; el segundo las donó para financiar una cátedra en el departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Vrije Universiteit Brussel. Cuando Sanofi adquirió Ablynx, apenas alrededor del 16% de la empresa estaba en manos belgas, y la mayoría de las ganancias terminaron en manos de los inversionistas estadounidenses, lo cual provocó una gran decepción, dadas las esperanzas iniciales de que la riqueza se quedara en el país. “Todos creen que nadamos en dinero porque fundamos Ablynx”, comentó Steyaert en 2017, “pero la realidad es muy distinta”. Sin duda, la historia de esta empresa es aleccionadora: rara vez los científicos se benefician de sus hallazgos una vez que caen en las garras del biocapitalismo farmacéutico.

Hamers se retiró a principios de la primera década de este siglo, mientras que para Muyldermans, quien fue nombrado profesor de tiempo completo en la Vrije Universiteit Brussel en 2003 y no trabajó en Ablynx, la mercantilización de los nanoanticuerpos trajo consigo repercusiones académicas. Por ejemplo, al buscar colaboraciones, los socios industriales recurrían a Ablynx, no al departamento de biología molecular de la Vrije Universiteit Brussel. Mientras que la industria farmacéutica tiende a priorizar las afecciones crónicas existentes en mercados grandes, los investigadores que siguieron trabajando con la Vrije Universiteit Brussel tendieron a enfocarse en áreas menos rentables, como las enfermedades tropicales ignoradas, cuyo estudio fue lo que en un principio dio pie al descubrimiento de los anticuerpos de camello. Más tarde, Steyaert lamentó que los planes iniciales de Ablynx no incluyeran la protección de las colaboraciones académicas ni preservaran los derechos de la Vrije Universiteit Brussel sobre la propiedad intelectual no utilizada.

Conforme los medios, los científicos y hasta el ocasional historiador fueron entretejiendo las investigaciones de la Vrije Universiteit Brussel y de Ablynx con la notoria peculiaridad de usar llamas andinas como objeto de estudio en Europa, la historia de la sangre de camello en los congeladores de la Vrije Universiteit Brussel se convirtió en una mera anécdota curiosa que evidencia la serendipia de los descubrimientos científicos. Las relaciones económicas y políticas entre la colonia y su excolonia, la circulación de recursos humanos entre el sur y el norte globales, el estudio de enfermedades tropicales y el temor de los estudiantes a infectarse de una enfermedad “africana” se usaron como simples recursos narrativos para imprimirle dramatismo a la increíble odisea del biocapital camélido. En los anales de la historia, los nanoanticuerpos de llama desplazaron a los anticuerpos de camello.

De igual modo, el éxito de Ablynx y los descubrimientos preliminares de la Vrije Universiteit Brussel han dado lugar a una inmensa fascinación por la amplia utilidad de los anticuerpos de llama. La empresa belga argenx, creada en 2014 por antiguos ejecutivos de Ablynx, también decidió trabajar con llamas, pero con un énfasis en sus anticuerpos “convencionales”, los cuales siguen siendo más pequeños que los típicos anticuerpos de mamífero, así que se adhieren mejor a ciertos patógenos. A principios de 2021, era una de las empresas de biotecnología con mejor desempeño en el mercado, y se esperan ganancias extraordinarias si la FDA aprueba su primer potencial medicamento, el efgartigimod, para el tratamiento de la miastenia gravis generalizada, una afección autoinmune crónica con una población comparable a aquella a la que está dirigido el caplacizumab. Apenas en febrero, la revista belga de negocios Trends se preguntaba si “argenx finalmente enaltecerá la reputación de la biotecnología belga con una auténtica historia de éxito”.

Después de Ablynx, ha habido otros avances discretos en el trabajo con llamas. El vencimiento reciente de la patente de Hamers ha permitido que se realicen más investigaciones con anticuerpos de camélidos, que en la actualidad se suelen reproducir con ayuda de levaduras modificadas genéticamente. Antes de que las llamas se convirtieran en potenciales heroínas de la pandemia causada por el coronavirus, varios estudios exploraron la capacidad de sus anticuerpos para detectar enfermedades infecciosas. Un informe de 2010 consideraba la posibilidad de reclutar a las llamas como “soldados en la guerra contra el terrorismo” y usar sus anticuerpos para identificar armas biológicas. El uso de estos anticuerpos para el diseño de tratamientos se complementa con el interés en su potencial como biomarcadores o marcadores biológicos. Al adherirse a antígenos moleculares específicos mejor que los anticuerpos convencionales y permanecer en la sangre por menos tiempo, el uso de nanoanticuerpos como marcadores biológicos abre la puerta a la “detección no invasiva” de cáncer y otras enfermedades. Los anticuerpos de llama también se han usado para cristalizar proteínas inestables, incluyendo el trabajo sobre los receptores acoplados a la proteína G merecedor del Premio Nobel de Química en 2012. Mientras los anticuerpos de llama transitaban los ciclos prometedores de entusiasmo y esperanza que caracterizan a la industria farmacéutica contemporánea, los avances y comunicados de prensa devenían en patentes.

Durante la última década, las investigaciones han demostrado que, como parte de un sutil e irónico giro histórico, los nanoanticuerpos podrían usarse en tratamientos novedosos para el VIH o para combatir las gripes. Este último hallazgo, combinado con la conciencia de que los camellos fungen como reservorios de enfermedades como el MERS, sirve para explicar la peculiar prominencia de las llamas en la lucha contra el SARS-CoV-2. Hace lo que parece una eternidad, en noviembre de 2018, Melissa Healy publicó un reportaje en Los Angeles Times donde afirmaba que investigaciones con anticuerpos nuevos podrían sentar las bases para una “vacuna universal contra la influenza” basada en la investigación con llamas. Anthony Fauci, quien desde antes de convertirse en una celebridad de las conferencias de prensa de la Casa Blanca era miembro de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, “se quitó el sombrero ante este nuevo estudio”. No obstante, esa vacuna, como buena parte del biocapital camélido, sigue siendo un plan a futuro. En tono bromista, un reportaje que apareció en 2018 en Nova, publicación de PBS, señalaba que “si el camino de la llama al laboratorio fue largo…, el que aún queda por recorrer puede ser igual de incandescente”.

Como sea, el ciclo ha continuado: en diciembre de 2020, los Institutos Nacionales de Salud anunciaron el hallazgo de anticuerpos prometedores contra la covid-19, aislados de una llama nombrada “Cormac”. Esa fue la primera actualización significativa en materia de esperanzas camélidas desde principios de año. Un mes después, un grupo de investigación internacional dio a conocer en la revista Science que había diseñado un potencial tratamiento basado en nanoanticuerpos de llama. Exevir, una empresa emergente conformada en 2020 por gente de la Vrije Universiteit Brussel que planea usar nanoanticuerpos contra la covid-19, reunió cincuenta millones de dólares en su primera ronda de financiación y arrancó la primera fase de ensayos clínicos en humanos apenas en agosto pasado. No obstante, las vacunas de Pfizer, Moderna o Johnson and Johnson no están hechas con sangre de camélidos. El llameante futuro en el que los anticuerpos de llama se volverán materia prima de vacunas y tratamientos capaces de curar todo, desde un resfriado común hasta las peores pandemias mundiales, sigue estando fuera de nuestro alcance. No obstante, sin importar si su momento llegará pronto o después de varias décadas de espera, el prometedor potencial del biocapital camélido no da indicios de apagarse.

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