A finales de julio de 1954, el ginecobstetra neoyorquino Emanuel Greenberg envió a la Oficina de Patentes de Estados Unidos el boceto de un feto. En su solicitud diagramaba un dispositivo nuevo e incluía anotaciones en las que describía sus componentes: unos cuantos motores, un calefactor, un riñón artificial. Los elementos del sistema se conectaban a una caja, en cuyo interior estaba esbozado el feto, recostado de espaldas, mirando hacia arriba, donde estaba el título de la grandiosa idea de Greenberg: EL ÚTERO ARTIFICIAL.

Dada su formación como ginecólogo y obstetra, a Greenberg le preocupaba la salud de los bebés demasiado prematuros. Como bien escribió en la solicitud de la patente, la cual le fue otorgada el siguiente año, “sólo un pequeño porcentaje de los bebés que nacen pesando menos de 400 gramos logra sobrevivir”. Gracias a los avances tecnológicos en materia de oxigenación sanguínea y filtrado de desechos de esa época, Greenberg creía que esos bebés tan prematuros no eran una causa perdida.

Aunque desde entonces el progreso en este campo ha sido lento, los avances más recientes nos hacen pensar que los “úteros artificiales” podrían algún día sustentar a fetos que aún no son viables. Desde hace mucho tiempo, la humanidad fantasea con desarrollar una tecnología capaz de imitar la gestación sin necesidad de un útero humano. Y, aunque sigue siendo un sueño lejano, ya no está del todo fuera de nuestro alcance. De hecho, ya ha sido posible cultivar embriones humanos en cajas de Petri durante dos semanas, y los cuidados neonatales han mejorado muchísimo para bebés nacidos entre las semanas 21 y 24 de gestación.

En 2017, un grupo de investigación del Hospital Infantil de Filadelfia publicó los resultados que obtuvo con un sistema probado en corderos prematuros. Diseñaron un saco llamado Biobag —también denominado “sistema extracorpóreo de sustento fisiológico del feto”—, el cual logró mantener vivos a los fetos de cordero en proceso de gestación hasta cuatro semanas. (El equipo aclaró en su artículo que no pretendía ampliar los límites de la viabilidad, lo que permite afirmar que el mecanismo “no activa alarmas éticas”, como se señaló en The Guardian.) Un artículo publicado en 2019 describe un experimento similar realizado con fetos de borregos, los cuales fueron extraídos quirúrgicamente a los 95 días de gestación (lo que equivaldría a 24 semanas de gestación en humanos) y mantenidos con vida fuera del útero durante 5 días.

El objetivo inmediato de esta investigación es sustentar el desarrollo fetal de bebés humanos prematuros cuyo cuerpo aún no está listo para empezar a respirar aire. Además, podría también brindarles esperanza a las familias de aproximadamente uno de cada diez bebés que nacen de forma prematura cada año en Estados Unidos y beneficiar en una proporción mucho mayor a bebés afrodescendientes, pues más del 14% de ellos nace antes de tiempo.

Cuando tomamos en cuenta que durante mucho tiempo esta tecnología ha sido algo icónico para la ciencia ficción distópica, es aturdidor tratar de procesar lo cerca que estamos de tener acceso a ella. Recordemos, por ejemplo, las células amnióticas asalmonadas de la película Matrix, las cuales aparecen apiladas como bloques de un edificio habitacional al más puro estilo de los metabolistas japoneses. En ese contexto, las máquinas cosechaban la energía bioquímica de los humanos para alimentar el motor de los futuros dueños robóticos del mundo mientras las mentes humanas permanecían suspendidas en una simulación de finales del siglo XX. Podríamos pensar también en las unidades de gestación artificial del colectivo Borg, llamadas también “cámaras de maduración”, las cuales aparecen dramatizadas en varios episodios de la serie Star Trek. En este caso, los infantes permanecían suspendidos en aquellas cápsulas hasta que alcanzaban el nivel de desarrollo apropiado para empezar a fungir de forma eficaz como integrantes del colectivo. O quizá, como temen algunos, la gestación artificial podría promover la jerarquización de castas biológicas, como ocurre en Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley de 1932.En esos futuros sórdidos, los úteros artificiales funcionan como órganos reproductivos que favorecen el control social de los seres humanos. Por un lado, la visión que presenta Huxley de la gestación controlada a nivel científico permite una manipulación de los fetos que refuerza las jerarquías sociales. Por otro, en los universos de Matrix y Star Trek, los úteros artificiales sientan las bases para que las máquinas o híbridos entre máquinas y humanos traten a la humanidad como una suerte de materia prima, se beneficien de la energía calorífica y de la bioquímica y estructura del cuerpo humano, y se apoderen de la corporalidad humana para sus propios fines. En ambos casos, la tecnología para gestar seres humanos fuera del cuerpo se concibe como una herramienta de opresión y control.

Esta nueva tecnología podría ampliar el potencial de gestar descendientes fuera de los confines de la familia nuclear heteronormada.

Ahora bien, si se maneja esta tecnología de forma adecuada, los úteros artificiales podrían ampliar el potencial de gestación de parentela, desvincular el género y el sexo de la reproducción humana, y brindarles a las mujeres y a otras personas gestantes una mayor libertad para tomar decisiones significativas con respecto a sus propios cuerpos. Las tecnologías gestacionales existentes, como la gestación subrogada y la fertilización in vitro (IVF), nos hacen pensar que la ciencia podría ampliar las posibilidades de reproducción más allá de los confines de la familia nuclear heterosexual. De hecho, la tecnología ya permite que parejas del mismo sexo tengan descendientes biológicos con ayuda de la IVF, que haya bebés con tres progenitores biológicos y que mucha gente con útero (ya sean parte de la familia extendida o personas que lo hacen a cambio de dinero) desempeñe el papel vital de gestar a un bebé ajeno. Estas posibilidades creativas podrían reforzar las iniciativas feministas actuales de desnaturalizar la familia nuclear, poner la parentalidad al alcance de cualquiera que esté fuera de los límites del sexo penetrativo heterosexual y ampliar el círculo de personas implicadas en la crianza y el cuidado de la niñez. A este potencial futuro que los úteros artificiales permitirían, Sophie Lewis lo denomina “comuna gestacional queer”.

No obstante, lo que ha llamado la atención de los promotores tecnológicos son los potenciales usos distópicos de los úteros artificiales. Por ejemplo, a Elon Musk y sus seguidores en Twitter les preocupa que para las empresas sea difícil motivar a los futuros colonos para que participen en sus emprendimientos extraplanetarios, y creen que los úteros artificiales podrían resolver ese problema al acelerar el crecimiento poblacional y garantizar que haya suficiente gente desesperada que esté dispuesta a poblar Marte como mano de obra barata. Mientras tanto, algunas feministas con puntos de vista más sofisticados temen que los úteros artificiales influyan de forma negativa en temas de autonomía corporal, como el embarazo y el aborto. Si los embriones o fetos ya no requieren del cuerpo humano para sobrevivir, interrumpir un embarazo les parecerá todavía más monstruoso que ahora a los grupos antiderechos. Además, la idea de la gestación extracorporal intensifica la inquietud de que las tecnologías reproductivas se combinen con estrategias nuevas de edición genética —como CRISPR-Cas9— y que se usen para eliminar rasgos genéticos “indeseables”, lo cual podría tener como consecuencia una división social entre los genéticamente privilegiados y los genéticamente marginalizados. Si no tenemos suficiente cuidado, los úteros artificiales podrían dar pie a un futuro parecido al de Un mundo feliz en el que se exacerben aún más las jerarquías biosociales.

Hay una línea muy delgada entre los futuros utópicos y los futuros distópicos que los úteros artificiales podrían gestar. Los usos utópicos de las nuevas tecnologías son imposibles de implementar cuando surgen en contextos opresivos, y tanto reforzar el derecho al aborto para protegernos de la reproducción coercitiva —lo cual es cada vez más difícil en Estados Unidos— como financiar tecnologías reproductivas incluyentes son dos de los pasos indispensables que se deben dar para asegurarnos de que los úteros artificiales favorezcan la autonomía reproductiva y la justicia social.

La historia de la innovación reproductiva no sólo nos brinda recordatorios útiles de lo mucho que hemos logrado para que los partos sean menos riesgosos, sino también la moraleja de que las nuevas tecnologías no siempre sirven para que la gente viva más libre y segura. En manos de los especialistas médicos, las tecnologías perinatales suelen estar vinculadas a procesos de opresión de las personas gestantes, a pesar de que su objetivo sea mejorar las condiciones perinatales para estas personas y sus criaturas.

Si de verdad queremos prepararnos para el potencial futuro de los úteros artificiales y asegurarnos de que sea mejor que el pasado que deseamos dejar atrás, debemos conocer bien nuestra historia para no volver a cometer los mismos errores.


Al menos durante los últimos doscientos años, la mayoría de las mujeres gestantes que lo único que han querido es un parto seguro y relativamente cómodo han tenido que lidiar con especialistas médicos (en su mayoría hombres) que consideran que la mejor forma de garantizar un buen parto es a través de procedimientos rígidos y reglamentados (enfoque que la historia médica denomina “racionalización”). Esta transición ha tenido consecuencias tremendas tanto a nivel social como sanitario, pues, como argumenta la historiadora Judith Walzer Leavitt, el alumbramiento “es un componente vital de lo que a nivel social significa ser mujer”.

Antes de que fuera un cambio generalizado, quienes traían a la mayoría de los bebés al mundo eran las parteras. Como bien describen Richard y Dorothy Wertz en su arrebatador recuento histórico Lying-In: A History of Childbirth in America, eso fue lo más común durante el siglo XIX en Estados Unidos, tanto en zonas rurales como urbanas. La partera era quien acompañaba a la parturienta durante aquel suceso tan significativo como aterrador. Aunque aquella partera pudiera haber atendido docenas, sino es que cientos de partos —en especial si era una mujer mayor—, lo más probable era que no tuviera capacitación médica alguna. Para la persona que daba a luz, las plegarias y los amuletos eran tan comunes como los consejos prácticos, pues buena parte del proceso de alumbramiento simplemente consistía en esperar que el cuerpo se moviera a su ritmo.

Sin embargo, mientras el siglo XIX llegaba a su fin y el XX asomaba el rostro, hasta los médicos rurales pudieron empezar a ofrecer remedios farmacológicos para el dolor, lo cual ayudó a mejorar su reputación y a aumentar su clientela. Al mismo tiempo, los cambios en la enseñanza médica, las regulaciones en torno a quiénes podían practicar la medicina y atender partos, y el fervor progresista de crear infraestructura médica de vanguardia conspiraron para reducir el número de parteras practicantes, aumentar las habilidades de los obstetras y los médicos familiares, y mejorar los espacios hospitalarios para las mujeres.

Según explican los Wertz, con el advenimiento de los partos hospitalarios atendidos por médicos surgió también el impulso de racionalizar el alumbramiento. Los hospitales tenían un número limitado de camas, y los doctores dependían de que hubiera un flujo elevado de pacientes para que su práctica fuera rentable, tanto para ellos como para la institución. Las presiones de tiempo cambiaron la antigua postura de las parteras de “esperar y observar” por una serie de intervenciones activas, dolorosas y por lo regular peligrosas. El proceso del parto se convirtió en una serie cada vez más larga de intervenciones médicas, de modo que, tanto para las parturientas como para los médicos, se volvió preferible bloquear el dolor de intervenciones como el uso de fórceps y las episiotomías por medio de brebajes farmacológicos anestésicos o amnésicos como el “sueño crepuscular” (del alemán Dämmerschlaf, una mezcla de inyecciones de morfina y escopolamina). No obstante, a incontables mujeres también las sometieron a histerectomías no deseadas durante ese estado de inconsciencia después de haber dado a luz, pues los médicos, confiados de que a nivel cultural y profesional gozaban del estatus de especialistas, se basaban en su “criterio profesional” para esterilizar a mujeres que, desde su punto de vista muy personal, ya habían tenido demasiados hijos o no eran madres “aptas” por alguna otra razón.

En conjunto, esto provocó un cambio significativo en el papel que desempeñaban las mujeres en el alumbramiento de sus propias criaturas. Richard y Dorothy Wertz cuentan que, en vez de que el parto fuera un tipo de encuentro social con mujeres vecinas que duraba varios días, se convirtió en una especie de línea de producción limitada a 24 horas o menos en la que el doctor llevaba la batuta. La racionalización del alumbramiento extraía a la persona parturienta del proceso y hasta en ocasiones la privaba de la capacidad de recordarlo. Si bien para algunas era preferible eso que recordar el dolor, en muchas instituciones se usaban esas técnicas sin importar si la mujer quería recordar o no, o si quería enfrentar el dolor o sentir el dulce alivio aturdidor de los fármacos. En pocas palabras, el alumbramiento racionalizado de mediados del siglo XX no solía ofrecer alternativas.

Varias innovaciones tecnológicas perinatales recientes resaltan la necesidad de respetar la agencia de las personas parturientas y sus familiares. En respuesta a la pérdida de autonomía que las mujeres experimentaron durante la primera mitad del siglo XX, la partería, la lactancia y el activismo feminista han logrado recuperar algunos aspectos de la capacidad de las mujeres para tomar decisiones sobre los procedimientos involucrados en el parto. Las primeras iniciativas activistas comenzaron en el periodo de la posguerra, con la fundación de organizaciones como La Leche League y la consolidación de algunas de las primeras prácticas de partería en contextos hospitalarios. Y para los años setenta ya había un movimiento bien establecido en Estados Unidos que buscaba devolverle el control del cuerpo gestante a quienes iban a dar a luz. Por ejemplo, la solicitud de consentimiento se volvió rutinaria antes de esterilizar a las mujeres inmediatamente después del alumbramiento, aunque se siguieron haciendo excepciones brutalmente injustas en el caso de personas indígenas, negras, discapacitadas y privadas de la libertad, grupos que aún en el siglo XXI siguen siendo sometidos a esterilizaciones forzadas.

Los fundamentos de la autonomía corporal en cuestiones de embarazo y alumbramiento ya estaban bastante bien establecidos cuando, en la última década del siglo XX y la primera del XXI, algunas tecnologías de reproducción asistida como la fertilización in vitro empezaron a estar al alcance de familias capaces de solventarlas. Estas tecnologías hacen más que darle agencia a las personas, pues también ofrecen opciones creativas para el emparentamiento. Según la antropóloga Charis Thompson, el uso de estas tecnologías reproductivas también gesta padres/madres/xadres por medio de un proceso que denomina “coreografía ontológica”. Una vez que todas las piezas se acomodan, que los análisis previos a la implantación y los estudios prenatales dan resultados “normales”, que todas las partes que contribuyen con su genética o quienes donan gametos (y quienes gestan de forma subrogada, si es el caso) firman los documentos legales que determinan quiénes serán les “padres/madres” del bebé cuando nazca, y que el personal médico atiende a las necesidades parentales y reconoce las señales de alerta médica, etcétera, etcétera, no sólo se van a gestar bebés, sino también padres/madres/xadres.

Aunque las estructuras legales que regulan el alumbramiento y la adopción permitieran desde antes que un niño o niña careciera de conexión genética con quienes legalmente serían sus padres, la ciencia reproductiva ha ampliado las posibilidades de quién puede ser padre/madre/xadre y de qué tanta vinculación biológica puede haber entre progenitores y progenie. Gracias a ella, las parejas del mismo sexo, las personas solteras y la gente incapaz de concebir a través del coito pueden engendrar bebés por medio de la donación de gametos o de la gestación subrogada. Dependiendo de la técnica, puede haber distintos niveles de emparentamiento biológico entre progenitores y progenie, según las preferencias y elecciones de las partes involucradas. De hecho, los bebés pueden incluso tener tres progenitores biológicos si se combina de forma cuidadosa el material genético de dos de las personas involucradas dentro del óvulo de una tercera. Y una misma persona puede dar a luz a uno, dos, tres o hasta ocho bebés al final de un único embarazo.

En pocas palabras, la gestación moderna y asistida por tecnología es un proceso muy creativo, a pesar de estar altamente racionalizada para poder encajar en los estándares médicos y tecnológicos. Como bien señalan las académicas feministas Donna Haraway y Adele Clark en la introducción al libro Making Kin not Population, vivimos en una era en la que tanto los imperativos tecnológicos como los sociales han desvinculado la idea de “hacer un bebé” de la realidad del emparentamiento. Y las tecnologías reproductivas modernas le permiten a la gente hacer ambas cosas a la vez con una gran flexibilidad y creatividad con respecto a quién cuenta como parentela.

Es como argumenta Kim TallBear en su ensayo “Making Love and Relations Beyond Settler Sex and Family”: la mera ideología de un patriarcado blanco colonialista es la que nos hace creer que el emparentamiento debe ceñirse a reglas muy estrictas que en sí mismas son excluyentes y destructivas. En palabras de TallBear: “en los espacios seguros se han propagado los cuerpos blancos y las familias blancas en íntima confabulación con el sacrificio de las corporalidades racializadas (negras, indígenas y morenas) y la desertificación de sus espacios. ¿Quién tiene permitido tener bebés y quién no? ¿Cuáles bebés tienen permitido vivir y cuáles no? ¿Qué tipos de parentela, incluyendo la no humana, tendrán permitido prosperar y cuáles serán desechados como basura?”.


Si bien los úteros artificiales podrían suscitar formas creativas de emparentamiento, también tendremos que gestionar de forma proactiva las actitudes sociales, la regulaciones que fiscalizan la agencia corporal y las decisiones reproductivas, la racionalización médica y otras formas de control por parte de los expertos. Si introdujéramos los úteros artificiales en las circunstancias actuales sin mayor reparo, sin duda nos esperaría un escenario distópico. Por ejemplo, si los fetos pudieran sobrevivir fuera del cuerpo gestante, ¿cómo influiría eso en el estatus moral del aborto? Además, este paso adicional en el tema de la racionalización de la gestación también pondría en riesgo la autonomía de la gente gestada en úteros artificiales. En el ámbito de la tecnología hay incluso quienes imaginan un futuro en el que los úteros artificiales sirvan para producir a gran velocidad la mano de obra que se necesitará para desarrollar los megaproyectos del futuro. Pero ¿qué hay de los derechos de esas nuevas personas para decidir sobre su propio destino?

Tras la derogación de Roe v. Wade no es descabellado esperar que a las personas progenitoras se les obligue a ver el desarrollo de su feto a través de instrumentos de gestación externa cuando en realidad lo único que desean es interrumpir un embarazo. Las tendencias políticas se han ido inclinando hacia la gestación obligatoria, aun sin tener de por medio tecnologías novedosas que favorezcan el proceso. Dada la privatización actual del sistema de salud estadounidense, si se gestara un feto en contra de la voluntad de sus progenitores, ¿quién financiaría su desarrollo? La persona o las personas involucradas podrían verse obligadas a pagar durante meses los costos médicos y hospitalarios, los cuales podrían alcanzar los millones de dólares, de modo que empezarían su vida parental abrumados por deudas aplastantes derivadas del cuidado de un bebé al que ni siquiera querían engendrar. Y la tecnología podría favorecer esa falta de autonomía. Esas mismas personas podrían dar al bebé en adopción, pero eso no las eximiría de cubrir los costos de los cuidados gestacionales, de modo que no sólo perderían a un bebé al que no estaban listas para traer al mundo, sino también la posibilidad de tener estabilidad financiera durante los siguientes años (si no es que décadas).

Otro potencial futuro distópico es el de las fábricas de bebés, en el cual los derechos de los bebés gestados de forma artificial serían menos importantes que los de los bebés gestados de forma natural. Sería una especie de inversión del mundo retratado en la película Gattaca (1997), en la que se concebían niños genéticamente diseñados para que tuvieran una menor incidencia de una amplia gama de enfermedades. Aquellos individuos tenían ventajas biológicas y culturales en comparación con los niños concebidos de forma tradicional, a los cuales sus progenitores los consideraban frágiles bombas de tiempo condenadas a una muerte prematura y, por ende, menos valiosos que sus hermanos genéticamente diseñados.

Sabemos que en el ámbito laboral los defectos genéticos se usan como pretexto para impedirles a las personas acceder a trabajos de mucho prestigio, como ser astronautas. Y, cuando los grandes magnates de la tecnología saborean la idea de tener mano de obra que se pueda aumentar bajo demanda para realizar labores difíciles y peligrosas, como emprender misiones a Marte, implícitamente están asumiendo que la gente gestada de forma artificial será inferior a la gente gestada de forma tradicional. En este contexto, la gente gestada de forma artificial no será más que materia prima lista para ser explotada por el capitalismo, una masa sin rostro que se espera que no objete —o quizá incluso que no tenga derecho a objetar— cuando la manden lejos de todo lo que conoce en el planeta Tierra y la obliguen a llevar una existencia difícil en la que quizá incluso enfrente una muerte prematura en el espacio por enfermedades inducidas por la radiación. Serían el lumpenproletariado marxista a la vigésima potencia. Un futuro en el que se engendre gente para que realice el trabajo que alguien más le asigne en realidad sería un futuro de esclavitud humana, y, conociendo la historia de Estados Unidos, no sería una posibilidad descabellada.

La reproducción forzosa y el trabajo forzoso no son el tipo de futuro que las feministas queremos.


Si en verdad deseamos ampliar las posibilidades gestacionales a través de los úteros artificiales sin incorporar nuevas formas de control social, se requerirían tres cosas: un sistema de salud y de cuidados infantiles asequible o gratuito, legislaciones y regulaciones preventivas que equiparen los derechos de las personas gestadas de forma artificial con los de la gente gestada de forma biológica, y una firme protección del derecho al aborto. Asimismo, impedir que se puedan usar para forzar la gestación, conseguir mano de obra barata u obligar a la gente a endeudarse ayudaría también en gran medida a que los posibles usos de esta tecnología se inclinaran hacia objetivos neutros o positivos.

¿Cuál es entonces el futuro que quiere esta feminista cuando habla de úteros artificiales?

Quiero un futuro en el que la gestación artificial sea parte de una amplia gama de tecnologías gestacionales gratuitas que estén al alcance de cualquier persona adulta, sin importar si tiene o no pareja, si es rica o pobre, si es heterosexual o queer.

Quiero que los servicios de salud sean gratuitos para todas las personas, incluyendo a las personas que gestan de forma “natural”, a quienes usan la gestación artificial por elección o porque no tienen otra alternativa, y a los niños y las niñas y les niñes, sin importar si fueron gestades de forma artificial o no, sin importar sus discapacidades, ya sean congénitas o adquiridas.

Dado que el aborto es un asunto de salud, quiero que el aborto sea gratuito y de fácil acceso.

Quiero un futuro en el que padres/madres/xadres reciban al menos un año de permiso de ausencia generosamente remunerado para forjar lazos con su nuevo bebé, sin importar su sueldo, trabajo o condiciones laborales previas o posteriores a este permiso de ausencia parental.

Quiero que la gestación subrogada siga siendo una alternativa para quienes la prefieran, pero también que quienes la ejerzan sean reconocidas como personas trabajadoras y que reciban protecciones legales, laborales, salariales y sanitarias adecuadas, y que la gestación subrogada sea gratuita para quienes contraten a la persona gestante.

Tengo una larga lista de deseos en torno a la familia como institución y al apoyo social que las familias deberían recibir. Quiero un futuro en el que abolamos la primacía de la familia nuclear y heterosexual. Quiero que, en vez de eso, la gente pueda co-criar niñes en grupos, con todos los derechos y las responsabilidades que eso conlleva, pero sin que se requiera un acta de matrimonio o pasar por un proceso de adopción.

Quiero un futuro en el que padres/madres/xadres —en especial si son mujeres, personas queer o personas trans, ya que en la actualidad son mucho más propensas a ser víctimas de agresiones— puedan criar a sus hijes sin miedo, violencias o maltratos.

Quiero un futuro en el que el cuidado infantil y la educación de alta calidad sean gratuitos y abundantes; un mundo en el que el personal educativo reciba capacitación y educación especializadas y gratuitas, pero también sueldos generosos por parte del Estado, provenientes de una recaudación fiscal justa.

En pocas palabras, quiero una sociedad justa para la niñez y para las familias.

La reproducción forzosa y el trabajo forzoso no son el tipo de futuro que las feministas queremos.

No es casualidad que esta lista parezca una especie de mapa utópico para la sociedad. Si bien la idea de los úteros artificiales nos parece muy atractiva, la tecnología nunca opera en un vacío, ni mucho menos es capaz de arreglar los problemas sociales por sí sola. La tecnología siempre será social: está hecha por gente que vive en una sociedad, se vuelve útil en el contexto de las relaciones sociales y reproduce aspectos de la sociedad a través de su uso en la vida cotidiana. Por lo regular, si detectamos problemas con la forma en que la tecnología afecta aspectos importantes de la vida de la gente, veremos que en el fondo se trata de un problema social relacionado con cómo se distribuye, financia o controla dicha tecnología.

Hoy en día, la parentalidad en Estados Unidos es bastante insostenible, incluso sin innovaciones tecnológicas rompedoras relacionadas con quién puede procrear. Para que el futuro de los úteros artificiales sea justo, debemos empezar por poner en orden nuestra proverbial casa. En una versión de la sociedad del futuro en la que no hayamos hecho nada para cambiar la provisión y protección de los cuidados infantiles, los servicios de salud y los derechos laborales, los úteros artificiales darán pie a una realidad sórdida de trabajo y gestación forzados. En una versión distinta en la que exista un apoyo social y financiero sólido para los servicios de salud y el cuidado y la educación infantiles, los úteros artificiales podrían cumplir su promesa de permitir un emparentamiento intencional y creativo.

Por ende, antes de que los úteros artificiales se vuelvan realidad, a sus creadores les convendría prestar atención a la sociedad que los rodea. ¿Quién está sufriendo? ¿A quién le falta dinero para darle a su familia tres comidas diarias o para pagarle a un niñero o niñera que cuide a sus hijes mientras trabaja? ¿Quién no puede procrear por razones médicas, pero desearía hacerlo? ¿Quién decide no procrear porque tiene demasiadas deudas?

Si le brindamos apoyo significativo a la gente que no lo tiene todo y que no está a la vanguardia de la tecnología, podremos entonces gestar una sociedad que esté preparada para los úteros artificiales.