Estoy en una arboleda al noreste de India. A mi alrededor, todo es tan verde que parece irreal. De hecho, creo que es el lugar más verde en el que he estado jamás.

Esta tierra se alimenta del río Brahmaputra, el cual proviene del Monte Kailash, al norte de Nepal. El mismo río atraviesa el Himalaya, del lado tibetano de la cordillera, donde se le conoce como Yarlung Tsangpo. Cuando está por llegar a la contenciosa frontera entre China e India, se tuerce de pronto y fluye por Arunachal Pradesh y luego atraviesa Assam, para al final encontrarse con su hermano gemelo, el Ganges, en la Bengala dorada de Rabindranath Tagore. Ahí, ambos ríos se mezclan y forman el delta fértil que es Bangladesh antes de continuar su camino hacia el Océano Índico.

Mis ancestros provienen de esta tierra y, aunque mis padres me criaron lejos, en Estados Unidos, por alguna extraña razón me identifico con ella. Sus calles evocan los varios veranos que pasé viajando por Kolkata para que las cosas me resultaran familiares. Reconozco los vastos arrozales y los plantíos de yute, la fruta que venden en las calles, el color de la tierra y hasta el olor de las ciudades. Pero las sutiles diferencias que empiezan a dibujarse hacen que el valle se vuelva misterioso. Escucho a gente hablar en asamés, el cual se parece lo suficiente al bengalí como para que me dé la impresión de que debería entenderlo, pero es lo suficientemente distintivo como para que en realidad no sepa qué está pasando. Muy a las afueras de los grandes poblados, escucho a gente hablar en sylheti, chittagoniano y hasta rohinyá, y entonces sé que estoy lejos de mi zona de confort.

A veces veo un templo o un santuario al costado del camino con brochazos color bermellón, los cuales están dedicados a dioses locales de los que no había oído hablar en la vida. Al poco rato, las deidades dan un giro esencial. Llego a una parte de India donde casi todos los hombres en la calle usan una especie de gorro kufi, donde los muecines se suben a delgados minaretes y anuncian la Faŷr que se realiza antes del amanecer. Con frecuencia me doy cuenta de que estoy juntando las manos para hacer un namasté, y de inmediato me corrijo para hacer un salaam medio torpe. Me las arreglo, pero me cuesta trabajo. En mi defensa, estoy aturdido por el cambio de horario y no he dormido nada bien.

Vine por trabajo, a inspeccionar árboles de agar — que se usan para hacer perfumes e incienso — pero esta misión parece predestinada por fuerzas ancestrales. Poco después de la partición de India, en 1947, mi abuelo hindú, de apellido Poddar, se lo cambió a Agarwala, un apellido más cosmopolita que borró nuestra herencia bengalí provincial para evocar largos viajes hacia Rayastán y el Punyab. Para quienes estudian el Majabhárata, este apellido conjura imágenes del Rey Agrasen y la Dinastía Solar. Para el resto del mundo, soy un mero mercader; Agarwala significa, literalmente, vendedor (wala) de incienso (agar-batti).

Al parecer, los nombres presagian todo. Durante los últimos 15 años, me he especializado en el estudio de la biología de las levaduras y ahora me dedico a modificar dichas levaduras para producir sabores y fragancias inusuales que poco a poco han ido desapareciendo de la faz de la Tierra. ¿Quién mejor para estudiar los árboles más perfumados del mundo que un vendedor de incienso que adora las levaduras? De alguna forma, caí en una trampa puesta por mi familia hace dos generaciones.

Mis anfitriones me recogen en Guwahati y en cuestión de minutos descifran que soy un bengalí que viene de Estados Unidos. Las normas de hospitalidad dictan que deben hacerme sentir cómodo, y, si hay una verdad palpable que es obvia para cualquiera en India, es que a la gente bengalí le encanta el pescado y debe consumirlo en la cena. El conductor hace una llamada urgente a casa. Imagino el clamor en la cocina y la carrera al mercado, e intento objetar, pero mis amables anfitriones no ceden. Me rindo y poco a poco me abstraigo durante las cuatro horas de viaje hacia el este, de Guwahati al distrito de Hojai, mientras imagino sus árboles sagrados.

De pronto, me encuentro en medio de la arboleda y las hojas crujen bajo mis pies. El aire es bochornoso; estoy sudando como caricatura, y mi pañuelo está tan mojado desde hace rato que no hace más que esparcir las gotas de humedad de mi frente por toda mi cara. Es difícil, pero tengo que concentrarme. Estos árboles fueron plantados y podados con tal cuidado que, tras unos años de cultivo, se les puede empezar a tratar con una infección fúngica controlada que pudre la madera y le imprime su fragancia característica. El guía me lleva hasta donde hay un árbol vendado y le retira el vendaje con delicadeza; durante los últimos meses le implantaron la infección. El guía toma un trozo de madera de agar que se ha oscurecido; sigue siendo rígida, pero le resulta fácil desprenderla del árbol con ayuda de una navaja de bolsillo. Luego la frota entre las manos para liberar la fragancia y me la da a oler. Tiene un aroma rancio, terroso. Huele a composta, más que nada, pero tiene un toque ligeramente punzante, el cual es inquietantemente familiar.

Durante el paseo por la propiedad, el guía me cuenta que la madera de ese árbol fue la única que se les permitió a Adán y a Eva llevarse del Jardín del Edén; de hecho, ambos se envolvieron en su corteza durante la huida del Paraíso. En la Biblia hebrea, Balaam usa ese mismo árbol, plantado por el propio Jehová, para describir la belleza de las tribus asentadas en Israel. Asimismo, los Salmos describen al Mesías que llegará ungido con aceite de ese árbol. Más tarde, el profeta Mahoma se enamoraría de esa misma fragancia; y, hasta la fecha, su perfume se mezcla con agua del pozo de Zamzam y se usa para limpiar dos veces al año la Kaaba, el corazón de la Másyid al-Haram, la Gran Mezquita de La Meca, el lugar más sagrado del Islam. Su aroma se considera un conducto para las revelaciones.

Ese mismo día en la tarde, mientras cabeceo en una silla de mimbre dentro de una oficina que está junto a una planta de procesamiento, me presentan un destilado que asientan en el escritorio frente a mí, y que el director de la planta examina de cerca para asegurarse de que el color sea perfecto. Le preocupan los cambios en el proceso y lo que eso pueda implicar para el aceite. Abre un vial y, puesto que es demasiado valioso como para permitirme tomarlo con mis propias manos, me lo acerca para que lo huela.

Es la fragancia de la memoria, la mía y la de los demás. Es el aroma que hemos adorado desde hace miles de años.

Es el aroma de la Historia y del Mito, de Dios y de sus Profetas. Es sorprendentemente personal y familiar; un recuerdo lejano del otro lado del espejo, de algún sitio en la Tierra que se alimenta del Ganges. Soy un niño, como de seis años, que está de vacaciones en India con mis padres. Mis primos y yo nos escabullimos a un cuarto sobrio y pulcro que le pertenece a la matriarca de la casa, la mujer que crio a quienes crecieron ahí, incluyendo a familiares que, como mi padre, se mudaron lejos para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Es un cuarto pequeño en el que hay unos cuantos baúles, un armario hecho de madera oscura y un altarcito a un dios cuyo nombre desconozco. No tengo permitido estar ahí, y el corazón me retumba en el pecho. En ese instante, se genera una asociación perenne: el sutil aroma que persiste en el aire de esa habitación privada se vuelve perpetuamente embriagante.

Ahora, vuelve a figurar frente a mí, mientras estoy un poco aturdido en una silla de mimbre dentro de una planta de procesamiento. Es la fragancia de la memoria, la mía y la de los demás. Es el aroma que hemos adorado desde hace miles de años, que ha hechizado a incontables generaciones, a la gente que conozco y amo, a mi abuela. La conspiración que inició mi abuelo hace 70 años, que se perpetuó con aromas de mi infancia y con mis estudios durante la edad adulta, me ha llevado a esa arboleda familiar, y ahora empiezo a entender por qué: tengo que recrear este perfume con levaduras.


Esta nueva misión me lleva a hacer una pregunta más sustancial: ¿la esencia creada con levaduras será real?

Con cierta ansiedad, mientras acomodo los tenedores y las servilletas en la mesa, intento explicarle a mi invitado de esa noche el problema que enfrento.

Me resulta útil citar una historia antigua. Teseo navegó hasta Creta con su ejército para matar al Minotauro, y luego navegó de regreso para unir el Ática en una sola ciudad: Atenas. Fue el héroe de la antigua ciudad-Estado, y durante varias generaciones sus ciudadanos preservaron el navío de Teseo como símbolo de su herencia. Era un recuerdo tan preciado que, cada vez que un tablón empezaba a pudrirse o romperse, lo renovaban con mucho cuidado. Pasaron siglos hasta que todo recuerdo del navío original se esfumó. Tablón a tablón, clavo a clavo, el barco entero había sido reemplazado una y otra vez por materiales más nuevos y fuertes. Eso plantea la siguiente interrogante: si todas las partes del barco han sido reemplazadas, ¿sigue siendo el mismo barco en el que Teseo viajó a Creta?

Se hace el silencio, así que con nerviosismo volteo a ver a mi invitado, que es Ganesha mismo, el dios con cuerpo de muchacho y cabeza de elefante. Rara vez invito a una deidad a comer en la mesa de mi cocina, pero esta vez estoy en una encrucijada histórica y agradezco toda la ayuda que pueda recibir. Tenemos una discusión amistosa sobre quién debería tomar notas y concluimos que ambos lo haremos. Yo tengo a la mano mi pluma fuente y libreta; mi invitado se sienta entre fragmentos de corteza de abedul, con un trozo de colmillo en una mano. Y compartimos el mismo frasco de tinta.

Se mueve para pedir la palabra, pero lo interrumpo. —Sonará un poco simplista —dije—. Pero se puede resolver esa paradoja diciendo que para empezar nunca hubo un Barco de Teseo. En el viaje de ida a Creta y de regreso, el barco cambió constantemente. Lo que sí mantuvo fue su propiedad esencial de cambio constante. Para empezar, el navío nunca fue una entidad estable. O sea que eso que llamamos el Barco de Teseo siempre fue el Barco de Teseo o nunca lo fue.

Dejando de lado su divinidad, mi invitado alza la mirada de entre los fragmentos de corteza de abedul, con expresión dudosa.

Le explico mi plan y le digo que, si las cosas salen bien y las piezas encajan, podría crear un nuevo organismo vivo capaz de generar las mismas moléculas que les confieren a los árboles de Assam su fragancia tan extraordinaria. Reemplazaré la madera en estado de descomposición de la cual se destila el perfume por cepas de levaduras capaces de producir los mismos compuestos.

Siento la necesidad de explicarme aún más.

—Tomaré una muestra del líquido color ámbar de la planta de procesamiento donde me quedé dormido e identificaré las moléculas exactas que producen su fragancia. Luego, diseñaré fragmentos de ADN con proteínas codificadas que sean capaces de recrear esas mismas moléculas. Sintetizaré dicho ADN y lo insertaré en especies fúngicas, en especial en una levadura con la que tenemos mucha experiencia y que sabemos bien cómo manipular. Con diferentes azúcares y en diferentes condiciones de crecimiento, podré entonces reproducir en grandes cantidades esta nueva levadura que he creado; podríamos tener litros, miles de litros fermentándose en resplandecientes recipientes de acero. Sería igual que el perfume proveniente de la madera podrida, al menos en términos moleculares.

—Eso podría significar que algún día ya no tendríamos que acabar con esas espléndidas arboledas para extraer la preciada fragancia de sus árboles. Por si fuera poco, podríamos asegurarnos de que este aroma persistiera por el resto de la historia de la humanidad. Podríamos disociar el aceite de las diversas especies vegetales de las que se extrae, de las condiciones en las que se cultivan y de las tecnologías actuales para procesarlas. Podríamos democratizarlo y bajarlo del altar donde vive entre profetas y mesías para ponerlo al alcance del mundo entero y que así lo conozcan y se enamoren de él.

Tal vez ya hablé demasiado. Alzo la mirada y veo la elegante trompa elefantina que toma el último postrecillo. Estoy al tanto de la otra cara de la moneda que no he mencionado aún: el poder que conlleva este proceso es una de las cosas que me quita el sueño. Me preocupa terminar arrebatándole algo importante y esencial a un aroma que ha sido muy preciado para el mundo a lo largo de la historia.

—A lo mejor todo es ficción; lo sé. Es imposible saber si el árbol mencionado en la Biblia es el mismo descrito en los Vedas o aquel que tanto adoraba el profeta Mahoma. ¿Quién sabe cómo se relaciona con el aceite en la recámara de mi abuela o con las ampolletas de la planta de producción a la que viajé? Esas experiencias y esos recuerdos, tanto históricos como mitológicos, se sobreponen entre sí y se ciernen sobre nosotros.

Quizá deba guardar silencio. ¿Sería grosero hablar con mi invitado sobre lo pesada que puede ser la inmortalidad?

Dudo de recordarle su propia historia: que su madre lo concibió como un muchacho con cabeza humana. Que le ordenaron que la cuidara y la protegiera mientras ella se bañaba en un bosquecillo. Que Shiva se les acercó y que, a pesar de ser un muchachito, lo enfrentó con valentía, pero fue incapaz de detener al dios poderoso. Que despertó la ira del dios, quien lo decapitó con su tridente y lo asesinó al instante. Que su madre, furiosa y afligida, amenazó con incendiar la Creación entera a menos que resucitaran a su amado hijo. Que su madre exigió que lo volvieran inmortal y se le alabara como un dios. Que Shiva enmendó sus acciones por temor a ella y de inmediato mandó a sus sirvientes a traer la cabeza de la primera criatura que encontraran muerta, con la cabeza viendo hacia el norte. Que los sirvientes regresaron con la cabeza de Gajasura, el demonio elefante, a quien Shiva había derrotado en batalla. Que al final Ganesha revivió y alcanzó la inmortalidad después de que los dioses cosieran la cabeza de elefante en el cuerpo del muchacho. Y así fue como él, en su forma inmortal, tal y como está sentado en la mesa de la cocina, disfrutando los últimos sorbos de té, se volvió inmutable y eterno.

La pausa en la conversación se vuelve aún más larga. Recuerdo que, en los anales de la literatura sánscrita, mi invitado con cabeza de elefante también recibe el nombre de Swaroop, el Amante de la Belleza. Nos miramos el uno al otro en silencio, absortos en nuestros pensamientos.

La luz del atardecer dominical envuelve nuestra locuaz adda. Es casi hora de cenar, así que mi invitado se excusa de forma educada y se retira. Necesito limpiar el desastre de la mesa de la cocina. La fruta que corté para la reunión se ha oxidado por culpa del calor veraniego. En toda la casa, las flores recién cortadas que puse como ofrendas y decoración se han marchitado y hay que barrerlas. Al mirar a mi alrededor, noto que ya no hay elegantes volutas de humo ascendente saliendo del incienso que encendí para darle la bienvenida a mi casa. Ahora, bajo las sombras crecientes, no quedan más que montoncitos de ceniza esparcidos por la mesa y el piso. Y su fragancia se ha disipado casi por completo.

Este es un ensayo del segundo número impreso de Grow. Para leer más, pide el número de la belleza.