Leo y escribo mucho sobre la industria de la belleza, pero mis descripciones favoritas del poder de la belleza tienen poco que ver con maquillaje, tratamientos cosméticos, cirugías o suplementos. Todas esas cosas simbolizan la belleza, pero no son lo que la define. La belleza implica la fungibilidad del poder, su negociación y búsqueda, los sacrificios que se hacen en su nombre, como si se tratara de una diosa furiosa y vengativa. Ponerse labial antes de un evento es un grito de guerra; y, antes de una entrevista, es tanto una plegaria como una armadura. Los antiguos mitos cuentan que la belleza es capaz de detonar guerras entre pueblos, y que los hombres que siguen el canto de las sirenas siempre terminan ahogados. En cierto modo, tienen razón: la belleza es peligrosa porque conlleva poder; pero, si deja de haber demanda, dicho poder se vuelve improductivo.
La belleza implica hacer hasta lo imposible con tal de obtener una mejor rebanada del pastel del mundo. Y, si bien se trata de que te sientas bien con tu cuerpo, de que sientas que te desean y que te ven como quieres que te vean, esas cosas también conllevan tener control sobre tu propio nivel de deseabilidad, tu propia narrativa… es decir, conlleva tener el control de tu poder. La gente hace toda clase de cosas por la belleza, como harían por cualquier otra forma de control igual de poderosa. Es algo meramente pragmático. Se cree que la gente bella tiene una vida más sencilla, y las evidencias estadísticas lo confirman. Durante la infancia, reciben más atención de parte de sus padres y sus maestros. En la edad adulta, obtienen mejores empleos. En un juzgado, reciben sentencias menos severas. Y quizá eso explicaría por qué nos obsesionamos con esta cualidad tan cruel y esquiva. La sociedad no nos da muchas otras opciones.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando la presión social de ser una persona bella se vuelve una imposición gubernamental? Quizá te resulte difícil de creer, pero es justo lo que ocurrió en Estados Unidos hasta los años setenta: las llamadas “leyes de fealdad” formaban parte de la legislación de muchos estados y se usaban para discriminar a gente que era considerada visualmente desagradable. Este capítulo sombrío de la historia estadounidense debería servirnos como un relato aleccionador que es indispensable atender, pues muchas de las formas de pensar que lo produjeron siguen vigentes hasta la fecha. Además, permite plantearnos varias preguntas importantes: ¿qué ideas culturales y científicas inspiraron estas leyes de fealdad y qué impacto tuvieron en nuestro mundo? ¿Qué podemos aprender del grupo de activistas que dedicó su vida a promover su derogación? Y, ¿cómo prevenimos que las nuevas tecnologías perpetúen estas antiguas formas de discriminación?
Legislar la belleza
Las leyes de fealdad, aprobadas a finales del siglo XIX, justo cuando comenzó el movimiento eugenista, legislaban una concepción de belleza y valor muy estrecha, y penalizaba a quienes no encajaban en ese ideal. Bajo dicha ley, se trataba a la gente fea como si fuera discapacitada, y a la gente discapacitada como si fuera fea, con la intención de disuadir a ambas de estar a la vista del público.
En 1904, Francis Galton acuñó el término eugenesia para nombrar los esfuerzos sistemáticos por “mejorar la raza”, aunque las ideas que él describió estaban bastante difundidas desde mucho antes de que él las reuniera bajo esa marca. Las leyes de fealdad no eran más que una estrategia adicional para aspirar a la humanidad perfecta. Además de basarse en argumentos éticos que asociaban la belleza con la salud y la higiene moral, estas leyes estaban legitimadas por los métodos de análisis eugenésico, que usaban cálculos matemáticos para determinar cosas como el rostro ideal.
Cada estado del país calibró estas leyes de forma distinta, pero invariablemente afectaban a las mismas personas: gente que se notaba a simple vista que era discapacitada y pobre. De ese modo, explotaban la belleza como una forma de biopoder con fines de blanqueamiento político y cultural. Además, se entretejían con políticas migratorias y leyes para combatir la mendicidad, así como decretos locales y políticas federales en materia de educación y planeación urbana.
Una de las primeras leyes de fealdad que se aprobaron estaba diseñada para eliminar la mendicidad callejera y disuadía a la gente ya de por sí abandonada por la sociedad de pedir ayuda al público. La ordenanza que emitió en 1881 el gobierno de Chicago era especialmente explícita: “Cualquier persona enferma, lisiada, mutilada o deformada de alguna manera que la haga un objeto repugnante y desagradable a la vista, o cualquier persona demasiado indecorosa como para que se le permita estar en las calles, autopistas, arterias o lugares públicos de esta ciudad, no deberá entonces exponerse a la vista del público, so pena de multa”. En 1902, la Policía de Chicago empezó a buscar pordioseros “feos” y a verterles ácido encima. En San Francisco, quienes trasgredían las leyes de fealdad recibían multas o terminaban en granjas de trabajo, o simplemente se les obligaba a abandonar la ciudad. Era un intento por diseñar un “orden social” más prístino, en el que la humanidad fuera más saludable, más pudiente e indudablemente más blanca.
No es casualidad que estas leyes coincidieran y se empalmaran con otras tentativas legales dirigidas a promover la pureza racial y la exclusión. Por ejemplo, la Ley Page de 1875 y la Ley de Exclusión de Chinos de 1882 fueron cabildeadas por eugenistas que temían el “peligro amarillo” que, según ellos, representaban los inmigrantes asiáticos. Asimismo, la Ley de Integración Racial contra el mestizaje se desarrolló de la mano de la Ley de Esterilización aprobada en 1924 en Virginia, uno de los treinta y dos estados que entre 1907 y 1937 aprobaron leyes que permitían la esterilización forzada. Estas leyes afectaban sistemáticamente a mujeres negras, nativas y asiáticas, quienes era más probable que fueran pobres, en comparación con las mujeres blancas.
Por fortuna, hoy en día los ideales de la eugenesia nos parecen monstruosos, como debe de ser, pero en ese entonces eran considerados populares, lógicos y hasta altruistas y benéficos para la humanidad. Además, al darles rienda suelta, devinieron en genocidios.
El extremo lógico
El ideal eugenésico, que por su naturaleza es compatible con una mentalidad nacionalista y fascista, se extendió en el mundo occidental durante el siglo XIX y tuvo un efecto devastador en las colonias europeas. Y quizá el ejemplo más vasto y memorable de su implementación fue la que hicieron los nazis.
Los nazis se consideraban estetas, y sus espectáculos públicos giraban en torno a muestras de perfección física y de la belleza natural de la “raza aria”. Sus carteles contrastaban familias rubias de rostro simétrico y postura perfecta con judíos encorvados, con la cara asimétrica, la boca torcida y una nariz enorme. Tal y como antes hicieron los racistas estadounidenses y los colonizadores europeos, los nazis exageraron las características estereotípicas de la minoría a la que oprimían y la mostraban como seres infrahumanos para justificar el trato que les daban. A los nazis les generaba aversión la diversidad racial en Estados Unidos, pero eran estudiosos devotos de sus políticas raciales. De hecho, la pseudociencia racial nazi tenía una fuerte influencia del pensamiento de eugenistas estadounidenses (como Harry Laughlin), e incluso algunos de ellos visitaron Alemania después de que Hitler tomara el poder en 1933 para colaborar en el diseño de sus políticas y programas gubernamentales.
Ese mismo año, el Tercer Reich implementó la Ley para Prevenir la Gestación de Descendientes Genéticamente Enfermos. Dos años después, aprobó leyes que prohibían que las personas “enfermas de forma hereditaria” se casaran y que brindaban beneficios fiscales a parejas genéticamente “superiores”. También se creó un “Juzgado de Salud Genética” para que determinara qué personas merecían ser esterilizadas y juzgara a las personas por los “delitos” de mestizaje (al tener hijos con personas judías), depresión, indigencia o desviación sexual. Y los eugenistas estadounidenses validaron sus esfuerzos. Tras su esperada visita a Alemania, Lothrop Stoddard reportó que los nazis estaban “extirpando las peores cepas del linaje germano de una forma genuinamente científica y humanitaria”, lo que convenció a organizaciones filantrópicas como las fundaciones de Carnegie, Rockefeller y Russel Sage de financiar investigaciones eugénesicas tanto en Alemania como en Estados Unidos.
Al poco tiempo, los nazis llevaron la eugenesia al extremo y convirtieron buena parte de Europa del Este en un laboratorio para realizar experimentos poblacionales, donde sus científicos raciales crearon departamentos de investigación en los campos de concentración. Estos hombres pasaban sus días llevando a cabo experimentos innombrables en sujetos cautivos, y sus noches cenando con su familia en la comodidad suburbana. Y en todas las dimensiones del Shoah se observa la implementación de sus ideales eugenésicos.
Una sobreviviente anónima de Auschwitz-Birkenau relató su historia de forma tan explícita que jamás la he podido olvidar: poco después de llegar a la vasta red de campos de concentración, la obligaron a desnudarse, ducharse y ponerse en firmes frente a los guardias. Notó entonces que los inspectores nazis examinaban los cuerpos de las recién llegadas en busca de imperfecciones. Mientras otras mujeres se cubrían las partes privadas, ella enrolló su ropa sobre su brazo derecho y se acomodó de tal forma que se disimulara la cicatriz que le había quedado de una apendicectomía reciente. “Esa acción me salvó la vida, pues los nazis sólo querían cuerpos hermosos y perfectos que pudieran trabajar arduamente”, escribió.
Durante los juicios de Núremberg, la eugenesia también fue procesada. Mientras los médicos nazis detallaban sus delitos, también señalaron a eugenistas estadounidenses, como Oliver Holmes y Madison Grant, a quienes consideraban sus mentores, pues habían llegado armados con fotografías y diagramas de cráneos humanos, y esbozaban las fórmulas matemáticas y visuales que pretendían demostrar la necesidad política y validez científica del racismo. Esto inspiró la creación del Código Núremberg, una serie de lineamientos éticos para la investigación y experimentación médica que sentó las bases de conceptos modernos, como el consentimiento informado.
Aunque los nazis hayan desacreditado de forma temporal a sus colegas anglófonos, también les hicieron el favor de opacar sus delitos. La maldad nazi sería recordada como algo único, y con justa razón, pero quizá su singularidad nos distrajo e impidió ver el alcance de algunas de esas mismas tendencias en nuestra propia sociedad.
Aunque en la época posterior a la segunda guerra mundial se observó un desmantelamiento de ciertas prácticas eugenésicas, la eugenesia no ha sido eliminada por completo. Por ejemplo, la esterilización forzada, que la Suprema Corte de Estados Unidos declaró constitucional en 1927, se les impuso a ciertas poblaciones del país hasta los años ochenta. La última esterilización forzada de la que se tiene conocimiento en Estados Unidos se llevó a cabo en 1981. Sin embargo, en un estudio realizado apenas un par de años antes de eso, se observó que alrededor de 70% de los hospitales estadounidenses no seguían los lineamientos del Departamento de Salud y Servicios Humanos con respecto al consentimiento informado en casos de esterilización. Las poblaciones más afectadas por estas decisiones fueron los mismos grupos que las leyes de fealdad habían penalizado años antes: las personas discapacitadas o con enfermedades crónicas, disidentes sexuales y gente pobre, en especial mujeres negras, racializadas o indígenas.
Aunque las leyes de fealdad ya fueron revocadas —la última lo fue en los años ochenta—, eso no significa que las creencias persistentes que las sustentaban hayan desaparecido por completo. Nuestras percepciones del valor y la belleza quizá han cambiado y ahora se ejecutan a través de códigos más sutiles, pero siguen siendo indicio de un progreso que ha sido difícil alcanzar. Las leyes de fealdad eran códigos capacitistas, racistas y clasistas que sólo fue posible desmantelar gracias a los esfuerzos incesantes de activistas discas; es decir, la gente que más sufrió por culpa de esas leyes fue quien luchó por librarse de ellas.
La resistencia
Robert Burgdorf Jr. nació con una parálisis parcial. Quería formarse como electricista, pero le negaron la posibilidad de aprender el oficio por su discapacidad, así que, en vez de eso, estudió derecho y dedicó su vida a asegurarse de que la discriminación que había vivido no afectara a otros en el futuro. En 1975, él y su esposa, Marcia Pearce Burgdorf, publicaron su obra cumbre en materia de discapacidad: “A History of Unequal Treatment: The Qualifications of Handicapped Persons as a ‘Suspect Class’ under the Equal Protection Clause”. En este texto acuñaron el concepto de “leyes de fealdad”, basándose en la redacción del Código Municipal de Chicago y de las ordenanzas sobre fealdad originales de Chicago, Columbus y Omaha.
Más adelante, en 1987, Burgdorf redactó el proyecto de la Ley de Estadounidenses con Discapacidades (ADA, por sus siglas en inglés), y la llegada de ese momento decisivo fue posible gracias a décadas de esfuerzos preliminares por parte de activistas de todo el país. Por ejemplo, en 1977, más de 100 activistas discas realizaron un plantón en San Francisco que duró 26 días, en el cual exigían más protección como parte de la Ley de Rehabilitación próxima a aprobarse. Y las concesiones que obtuvieron gracias a eso sentaron las bases de la ADA.
Antes de que se aprobara la ADA, en Portland, Oregón, la gente discapacitada seguía recibiendo multas y castigos por mostrarse en público. Y los grupo activistas tomaron como punto de partida los reportes de estos casos —porque, como señalaba un encabezado periodístico, “Las leyes de mendicidad sólo castigan a la gente fea”— para esbozar su plan de batalla en contra de las concepciones sociales de la fealdad, la discapacidad y el castigo.
Estos grupos sabían bien cómo aprovechar la estética de la visibilidad, dado que había sido usada en su contra durante mucho tiempo. En marzo de 1990, organizaron la marcha “Arrastrándonos en el Capitolio”, a la que más de mil personas asistieron para exigir la aprobación de la ADA. Durante la protesta, sesenta manifestantes dejaron de lado sus sillas de ruedas o aparatos de movilidad asistida para subir las escaleras que llevan al Capitolio arrastrándose. La participante más joven era Jennifer Keelan, de ocho años de edad, quien para entonces ya llevaba dos años protestando en contra de la discriminación en su contra. Esta protesta sirvió para evidenciar de la forma más pública posible que la arquitectura inaccesible limita la vida de la gente con discapacidades. Gracias a eso, la ADA se aprobó cuatro meses después.
Sin esta ley, la gente con discapacidades estaría desprotegida a nivel legal con respecto al acceso a empleos, escuelas y medios de transporte. Antes de su existencia, si la gente que usaba silla de ruedas quería trasladarse en autobús, enfrentaba la prohibición de subir la silla de ruedas al transporte público. Además, los restaurantes y las tiendas de comestibles tenían permitido legalmente negarles el servicio a personas con discapacidades. Las puertas que abrieron estos grupos activistas permitirían en el futuro que la gente con discapacidades pudiera abrir las puertas por sí sola, tanto en sentido literal como figurado.
“Nací con una discapacidad. Tengo brazos cortos, me faltan dedos y no tengo pulgares. La ADA ha logrado que nos resulte más fácil hacer cosas simples, como abrir una puerta… Los lineamientos de la ADA establecen que cualquier cosa que sea operable para abrir puertas o hacer cosas así debe poder hacerse siempre con una sola mano y no requerir fuerza de sujeción… De ese modo, personas como yo, que no tenemos pulgares, podemos abrirlas con facilidad, pero también personas con artritis o gente que trae cargando muchas cosas. Hace que una tarea tan sencilla como abrir una puerta sea mucho más accesible para una variedad más amplia de gente”, comentó el empresario ciego Jim Hutchings durante la celebración del 30 aniversario de la aprobación de la ADA.
Los movimientos en pro de la justicia para personas con discapacidades, encabezados por grupos como ADAPT (quien organizó aquella manifestación en el Capitolio), han creado un mundo más abierto a personas con todo tipo de cuerpos y todo tipo de experiencias de vida. Asimismo, han luchado por la creación de políticas específicas y la implementación de un principio universal: eliminar los prejuicios que les hacen creer a algunas personas que las particularidades de su cuerpo limitan su humanidad y proclamar que todos los cuerpos en todas sus formas poseen belleza. Honramos su valentía y creatividad, a sabiendas de que nos debe seguir indignando que nuestra sociedad obligue a los sectores más marginados a defender constantemente su propia humanidad.
El trabajo que falta por hacerse
Treinta años después de la ratificación de la ADA, el camino de la lucha por la justicia sigue siendo largo. Tan sólo un puñado de estados, ciudades y condados estadounidenses prohíben la discriminación basada explícitamente en la apariencia física: Michigan, San Francisco, D.C., Santa Cruz, Madison, Urbana (Illinois) y Howard County (Maryland). A nivel federal, no hay constancia de una prohibición absoluta de la discriminación basada en la apariencia física, a pesar de que ciertas categorías de apariencia sí están protegidas, como la raza, el origen nacional, el género, la edad y la discapacidad. Hasta 2020, sólo cinco estados prohibían de manera explícita la discriminación por la estilización del cabello; uno de los primeros en prohibirla fue California, donde se aprobó la Ley CROWN para proteger el cabello natural y acabar con los mitos de lo que el cabello con textura representa en un entorno laboral “profesional”.
Claro que la ley no es el único campo donde se está librando esta batalla. Movimientos sociales como #cripthevote y #deafpower se enfocan en la experiencia de grupos marginados y aspiran a definir y ampliar las concepciones previas de belleza, poder y oportunidades. La gente con discapacidades se ha reapropiado la palabra “disca” sin remordimientos y exige independencia y poder, no compasión. Hoy en día, las agencias internacionales contratan más modelos con discapacidad que nunca, y hay más gente con discapacidades escribiendo guiones para televisión y estelarizando sus propias historias. También están quienes participan en redes sociales con el hashtag #hospitalglam, un movimiento virtual en el que personas con discapacidades y hospitalizadas se toman selfies en contextos clínicos para demostrar que son más que la enfermedad que las aqueja: son creadoras con control sobre su percepción estética que nos recuerdan que la belleza es subjetiva y que todos los puntos de vista se deben incluir en dicha subjetividad.
Esta lucha requiere tomar en cuenta las dinámicas de poder que imperan en la estética popular y descartar por completo el falso binarismo de la normalidad. La discapacidad misma no limitaría a la gente si las sociedades fueran menos capacitistas y más flexibles; es decir, si la gente con cuerpos normativos aprendiera que hay múltiples formas de moverse en el mundo. Si la belleza es fungible por poder, históricamente nos han hecho creer que hay una sola forma de ostentar dicho poder. Pero estos movimientos han servido para demostrar lo contrario.
La eugenesia no ha desaparecido por completo, como tampoco lo han hecho las leyes de fealdad. Las reglas que determinan quién puede ser visible y sentirse cómodo en la sociedad se redefinen constantemente para encajar con las nuevas tecnologías, incluyendo la biología sintética. Y plantean la interrogante de cómo diseñar un mundo donde cualquier tipo de ser humano pueda prosperar. ¿Hay gente con distintos antecedentes y corporalidades involucrada en el diseño de esa solución, o deriva de una definición excluyente de progreso?
El mundo no está listo aún para aceptar las diferentes formas de belleza. Sigue siendo más probable que la gente con discapacidades y la gente pobre tenga una vida más precaria y una menor expectativa de vida. Además, se dice que el ingeniero molecular de Harvard George Church está diseñando una app de citas que fungiría como una “celestina genética”, la cual se espera que funcione en el segundo plano de otras apps de citas para impedir que ciertas personas se conozcan y tengan hijos. Quizá no está prohibido que la gente marginalizada tenga citas, pero intencionalmente se le excluye de las tecnologías diseñadas para que las personas se conozcan. Quizá ya no se multa a la gente en la calle por su apariencia, pero se le sigue deteniendo y cateando a causa del color de su piel. Tal vez ya no haya turbas furiosas que expulsan a la gente de las ciudades con tridentes, pero eso no significa que haya suficientes oportunidades laborales y vivienda accesible para que la gente viva donde quiera. Aunque ya no haya leyes que promuevan explícitamente la “limpieza étnica”, restringir la migración y crear campos de internamiento en las fronteras promueven la misma causa.
En su libro sobre las leyes de fealdad, Susan Schwelk argumenta que “la belleza física podrá ser superficial, pero los daños asociados a su búsqueda son profundísimos”. Si bien seguimos forcejeando con los conceptos de belleza y fealdad, lo mejor que podemos hacer es un mayor esfuerzo para desarrollar definiciones que complejicen lo que estos conceptos son capaces de representar y que hagan que esos marcadores subjetivos sean menos deterministas. Nadie sabe qué es lo mejor para todo el mundo, pero lo que sí sabemos es que hay mucha más belleza a nuestro alrededor de lo que cualquiera podría imaginar, y no sólo en la gente y los lugares esperados. Este cambio de perspectiva podría transformar el mundo y hacer posible la existencia de otros mundos en donde todo tipo de experiencia importe y todas las personas cuenten.
Este ensayo forma parte del segundo volumen anual impreso de Grow. Ordena una copia, donde encontrarás ensayos similares a éste (en inglés).