Kindred: Neanderthal Life, Love, Death and Art
por Rebecca Wragg Sykes
Oct. 2020. 400p. Bloomsbury/Sigma

1. La obra de arte más antigua que se ha encontrado jamás

A finales de los ochenta, Bruno Kowalczewski, de doce años de edad, salió a caminar con su papá por el valle del Aveyron, una región boscosa y llena de barrancos al sur de Francia, donde de pronto les sorprendió sentir una ligera brisa proveniente de las entrañas de un pedregal antiguo en la ladera.

Bruno empezó a quitar las piedras para averiguar qué había del otro lado. En febrero de 1990, después de cavar durante tres años, los Kowalczewski e integrantes del club local de espeleología encontraron un pasaje profundo que no había sido visitado en muchísimo tiempo. Del techo descendían estalactitas. Del suelo ascendían estalagmitas. El grupo se adentró con cautela, y ahí encontraron huesos de animales, rastros de la presencia de osos y estanques. Más adelante, a unos 335 metros de la superficie, llegaron a un lugar que nadie como ellos había visitado jamás. El pasaje daba lugar a una cámara en cuyo centro había dos enormes círculos hechos con cientos de estalagmitas que habían sido quebradas deliberadamente y en algunos casos incluso vidriadas con fuego, y que además estaban acomodadas para formar lo que parecía el signo del infinito: ∞

Los Kowalczewskis supieron que habían encontrado algo extraordinario y contactaron al arqueólogo Francois Rouzard, quien dató con carbono un hueso de oso quemado y sugirió que el sitio tenía unos 47,600 años. Era tan antiguo que casi era imposible datarlo con carbono, pues la precisión de esa técnica no supera los cincuenta mil años. Según el investigador, era posible que los anillos hubieran sido usados para cartografiar estrellas. Sin embargo, la era de las revelaciones terminó pronto, pues un día de abril de 1999, mientras guiaba a sus colegas por una red cárstica cercana, Rouzard sufrió un paro cardiaco y murió. Y entonces se detuvo abruptamente la investigación de la cueva Bruniquel.

No fue sino hasta hace poco que alguien volvió a indagar en los misterios de esta caverna. Sophie Verheyden, empleada del Instituto Real Belga de Ciencias Naturales y espeleóloga de vocación, se enteró de su existencia gracias a una exposición que visitó en un castillo cercano. Verheyden se preguntó por qué nadie había datado las estalagmitas rotas y obtuvo permiso para hacerlo. En 2013, se adentró incómodamente en el túnel de Bruno Kowalczewski; en sus propias palabras, “no soy muy corpulenta, pero tenía que ir con un brazo por delante y uno por detrás para poder avanzar. Aun sin las estructuras, es un lugar mágico”. Verheyden y su equipo usaron el método de datación por series de uranio para determinar la edad de los anillos, que resultó ser de unos 176,000 años (lo que significa que tienen como 130,000 años más que cualquier pintura rupestre descubierta hasta la fecha).

Eso significaba que los círculos no habían sido hechos por nosotros, los Homo sapiens, pues nuestra aparición en Europa data de unos cincuenta mil años; a nuestra llegada, podríamos haber encontrado aquellos refugios y lugares secretos llenos del aura de obras de arte que para entonces ya tenían decenas de miles de años. Lo que Bruno Kowalczewski descubrió en aquella cámara/galería en las entrañas de la colina fue una obra maestra temprana del Richard Sierra o el Robert Smithson de los neandertales. Era un centro de expresión o de rituales, o quizá incluso ambas cosas.

Nuestra sensibilidad estética proviene de las profundidades de nuestro linaje.

En Kindred, su último libro, Rebecca Wragg Sykes sintetiza los más recientes hallazgos relacionados con los neandertales y describe esta cueva de la siguiente forma: “Dada su escala y visión monumentales, se consideraría el primer gran proyecto artístico. Al mismo tiempo, es algo verdaderamente afortunado, en el sentido germánico de la palabra wyrd de un poder capaz de cambiar el destino. Es posible que los homínidos no hayan hecho algo parecido durante los siguientes 160,000 años, así que el ‘porqué’ detrás de esos círculos de estalagmitas quemadas y apiladas se ha perdido en las tinieblas”.

En su obra, Kindred demuestra que la cultura y los rituales neandertales apenas empiezan a darse a conocer. Hace miles de generaciones, los bosques estaban poblados por neandertales; por Homo heidelbergensis europeos y sus antecesores, los Homo floresiensis indonesios —también conocido como “hobbits”—; por Homo luzonensis asiáticos; por Homo naledi africanos, por Homo rhodesiensis, por Homo ergasters y por otros predecesores humanos ahora extintos. Puesto que vivieron hace tanto y desconocemos los detalles de su vida, históricamente catalogamos a estos ancestros como seres primitivos. Pero los anillos de Bruniquel nos hacen pensar que, hasta donde sabemos, las culturas humanas ancestrales en general tuvieron el deseo de trascender, de dejar una marca en la Tierra, lo que significa que nuestra sensibilidad estética proviene de las profundidades de nuestro linaje.


2. Historia de dos cráneos

Bruniquel es una anomalía, y hasta la fecha no hemos descubierto otra estructura similar. Por fortuna, los neandertales dejaron a su paso algunos rastros sutiles de su cultura que nos dan pistas sobre el tipo de relaciones y sociedades que tenían.

El esqueleto de neandertal más completo que se conoce fue encontrado en 1908, en el poblado de Le Moustier, a unos 130 kilómetros de Bruniquel. Según Wragg Sykes, un día el francés Jean Leysalles estaba cavando un albergue rocoso cuando chocó con el grueso hueso de la pantorrilla de un homínido. A lo largo de los siguientes días halló más huesos, hasta que después de un tiempo, durante una tarde lluviosa, finalmente halló el cráneo destrozado de un adolescente, un muchacho de entre once y quince años, más o menos de la misma edad que tenía Bruno Kowalczewski cuando encontró el túnel de Bruniquel. El esqueleto Le Moustier 1 pasó varias décadas expuesto en el Museo de Etnografía de Berlín; sin embargo, durante la segunda guerra mundial, alguien escondió el cráneo en un búnker del Zoológico de Berlín, el cual luego fue saqueado y bombardeado, y las partes dispersas del Le Moustier 1 no volvieron reunirse sino hasta 1991, tras la caída del Muro de Berlín. No obstante, al momento de reconstruir el esqueleto, salió a relucir algo sobre su dueño que nadie había notado antes.

Gracias a fotografías y diarios que han sobrevivido, se sabe que el muchacho fue encontrado en una posición inusual, por partes, con el cráneo viendo hacia abajo y ladeado hacia atrás, y la quijada inferior entreabierta y ligeramente desprendida, como si su expresión fuera de éxtasis. Sin embargo, análisis modernos han demostrado que la cabeza entera fue degollada, que le arrancaron la carne y la lengua, y que le reventaron la quijada, posiblemente a golpes. Asimismo, le habían arrancado la carne del fémur derecho. El resto del cuerpo, en cambio, estaba en un mismo lugar. El cráneo y la quijada fueron encontrados juntos, con la cara presionada contra una piedra plana de gran tamaño, lo que sugiere que quizá fue enterrado por alguien más.

No hay evidencia contundente de que el Le Moustier 1 haya sido asesinado, sólo de que su cabeza fue descuartizada post mortem, mientras que otras partes del cuerpo que habrían sido más evidentemente comestibles permanecieron intactas. Wragg Sykes sugiere que esto podría ser indicio de rituales funerarios primitivos. En Kindred, al ahondar en el duelo de individuos emparentados entre sí, la autora compara este caso con el de nuestros parientes cercanos, los bonobos: “En una ocasión, después de la muerte natural de un bebé, el grupo pasó toda la mañana comiéndose buena parte del cuerpo, antes de que la madre se llevara a cuestas lo que quedó de él”.

Más adelante, Wragg Sykes profundiza en los misterios de otros esqueletos descubiertos. Por ejemplo, el cráneo de neandertal más completo que se conoce fue hallado en el sitio arqueológico de Krapina, en Croacia, el cual tiene unos 130,000 años de antigüedad. Dicho cráneo está marcado con una fila de 35 cortes pequeños, en su mayoría paralelos, que atraviesan la frente y continúan hacia la nuca. Las lesiones no coinciden con ningún patrón de descuartizamiento conocido ni se han encontrado patrones equivalentes en cráneos de otros homínidos. No obstante, sí se han observado secuencias más breves en hallazgos hechos en otros asentamientos neandertales; por ejemplo, siete cortes en un hueso de cuervo en Zaskalnaya, Crimea, así como nueve incisiones y ocho rayitas en un hueso de hiena en Les Pradelles, Francia. Quizá fueron obras de arte o herramientas de comunicación primitivas; sin embargo, sin importar su significado, las 35 laceraciones de ese cráneo conforman la secuencia más larga de código neandertal hallada hasta la fecha.

También se han encontrado sutiles indicios de símbolos en restos animales. En varios asentamientos neandertales al sur de Europa, los equipos de arqueología han encontrado garras de aves amputadas que quizá fueron atesoradas como adornos o amuletos. Hace más de un siglo, en Kaprina, se hallaron ocho garras de pigargo europeo —el tipo de águila más grande de Europa y buena parte de Asia— en lugares muy próximos entre sí. En 2015, se esbozó la hipótesis de que eran parte de un collar. Luego, en 2020, se detectó en una de las garras un pigmento hecho a base de carbón, barro y minerales rojos y amarillos, lo que significa que alguna vez estuvo pintado. Al igual que los círculos de Bruniquel, el hallazgo de este collar nos hace pensar que los antiguos humanos también realizaban actividades simbólicas y se vestían y decoraban su cuerpo para expresar su estatus o identidad.

Los pigargos europeos, también conocidos como águilas de cola blanca, son cazadores extraordinarios que en la antigüedad dominaban los cielos europeos. Es posible que sus garras fueran muy preciadas para nuestros ancestros porque eran difíciles de obtener o porque les parecían aterradoramente hermosas, o tal vez incluso creían que les conferían ciertos poderes o que concedían favores. El descubrimiento de la secuencia más larga de marcas neandertales conocida hasta la fecha, tallada en el cráneo de Kaprina, implica también que los cráneos eran valiosos, ya fuera por cuestiones rituales o como trofeos o memento mori, o quizá incluso por razones que van más allá de lo imaginable. En conjunto, estos fragmentos nos hacen creer que, al igual que la nuestra, la vida de los neandertales estaba atravesada por el arte y los rituales, así como por la complejidad de sus relaciones de índole personal y sexual. No obstante, a diferencia de los humanos modernos, ellos tuvieron la oportunidad de conocer a otros homínidos con quienes interactuaron.


3. La caverna del fin del mundo

Si bien la historia de la evolución humana está cargada de misterio, sabemos a ciencia cierta que en algún momento hubo varias especies de homínidos poblando la tierra al mismo tiempo, y que muchas de ellas interactuaron entre sí. Pero esta evidencia no proviene de asentamientos ni de artefactos culturales —pues aún no hemos hallado colaboraciones artísticas entre especies—, sino de la historia que cuenta el ADN ancestral.

En 2010, Svante Pääbo, director de Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en Leipzig, lideró un equipo que cartografió el genoma de neandertal usando ADN de fragmentos óseos y que encontró indicios de que se reprodujeron con los Homo sapiens. De hecho, todas las poblaciones no africanas contienen cierto ADN de neandertal —entre el 1 y el 3%— porque, después de salir de África subsahariana, nuestros ancestros se cruzaron con neandertales durante al menos tres o incluso hasta en media docena de periodos distintos.

Ese mismo año, Pääbo y sus colegas también descubrieron algo inesperado en un fragmentito de uno de los dedos de un pie hallado en las cuevas de Denisova, en las montañas Altai de Rusia, que se sabe que eran frecuentadas por neandertales. El estudio genómico de ese hallazgo evidenció la existencia de una población “fantasma” y completamente nueva de humanos ancestrales: los denisovanos, sobre quienes aún sabemos muy poco. Se cree que los denisovanos se extendieron por el este asiático y tenían la inusual capacidad de sobrevivir a grandes altitudes. De hecho, los análisis genéticos han revelado que muchas personas de origen chino y del sureste asiático tienen algunos genes denisovanos, y que hasta el 5% de la población aborigen de Australia y el 6% del ADN de la gente de Nueva Guinea es denisovano. Además, antes de su desaparición, se apareaban con nosotros, los seres humanos.

En esas mismas cavernas fue hallado un fragmento óseo aún más sorprendente en 2012, el cual después se descubrió que provenía de una neandertal: era parte de una de las extremidades de una jovencita, a quien se le apodó Denny, que vivió hace unos noventa mil años. En 2018, análisis genéticos adicionales revelaron que, aunque el ADN mitocondrial (ADNmt) de la joven provenía de una progenitora neandertal, el ADN nuclear indicaba que su padre había sido denisovano. Dado que hasta la fecha sólo hemos encontrado restos de unos doscientos neandertales y que los registros fósiles denisovanos existentes cabrían en una cajetilla de cigarros, el hallazgo de esta jovencita desmintió suposiciones previas sobre nuestra genealogía. De hecho, fue un descubrimiento tan inusual que en un inicio los investigadores no creyeron que fuera real. En palabras de Wragg Sykes: “Las implicaciones eran abrumadoras. Se daba por sentado que el apareamiento entre homínidos era inusual, y las evidencias directas al respecto no podían más que permanecer ocultas en las tinieblas genéticas de las diversas generaciones anteriores a las de los individuos cuyos huesos estudiamos. Pero, al final, encontrar una descendiente de la unión entre distintos tipos de homínidos implica que no debió ser algo tan inusual”. Asimismo, en los estudios de los genes denisovanos paternos de esta jovencita también se identificaron fragmentos de ADN neandertal, lo que implica que la procreación entre homínidos ocurrió entre generaciones previas a la de esta jovencita, quizá incluso en esas mismas cavernas. O al menos así es como suponemos que debieron ser las vidas telenovelescas de nuestros ancestros.

Este es apenas uno de varios ejemplos de cómo decisiones sexuales tomadas hace decenas o cientos de miles de años en cavernas lejanas pueden afectar de forma sustancial la vida de los humanos actuales.

Las cavernas de Denisova se encuentran en la frontera oriental de los territorios neandertales, los cuales se extendían desde del norte de Gales hasta los linderos de los desiertos árabes y parte de China. Asimismo, las montañas que albergan dichas cavernas, en donde ahora es Rusia, conformaban la frontera occidental de los asentamientos denisovanos. Ahora bien, no se ha encontrado ADN neandertal al este de esta región, ni ADN denisovano al oeste de la misma, lo que nos hace pensar, como escribe Wragg Sykes, que “quizá estas cavernas eran literalmente el límite de ambos mundos”. Quizá gente de ambos grupos llegó ahí desde lugares recónditos y se encontró en la misma caverna, al mismo tiempo, ya fuera por accidente o designio: el ADNmt de la madre de Denny indica que estaba más emparentada con los neandertales hallados a miles de kilómetros, en Croacia, que a los encontrados en Denisova, en esas mismas cavernas. Aunque nunca sabremos en qué circunstancias fueron concebidos niños como Denny, es evidente que fueron criados y cuidados, pues de otro modo no habrían llegado a la adolescencia ni habrían preservado las líneas que hemos identificado en nuestro genoma.

Los genes que heredamos de los neandertales y los denisovanos (y probablemente también de otras poblaciones de homínidos) nos han ayudado tanto como nos han perjudicado. Por ejemplo, un gen denisovano específico ayuda a la población tibetana a lidiar con los bajos niveles de oxígeno en las alturas de la cordillera del Himalaya, lo que significa que todos los dalái lamas que han pisado la Tierra han tenido una cantidad considerable de ADN denisovano. Por su parte, los genes neandertales se asocian con aumento de peso y propensión a las adicciones, lo cual, aunque no es algo deseable en nuestros tiempos, debió ayudarlos a regular su temperatura y a evitar morir de inanición. El otoño pasado, durante la pandemia, un nuevo proyecto de investigación, conducido por Svante Pääbo y su colega Hugo Zeberg, identificó dos “haplotipos” —o series de variaciones genéticas— neandertales que afectan la reacción de nuestro cuerpo a la covid-19. Uno de ellos, el cual se halló en el tercero de nuestros 46 cromosomas, duplica la probabilidad de requerir cuidados intensivos en caso de que nos contagiemos con el coronavirus. Se cree que este haplotipo contribuye a codificar la proteína que ayuda al virus SARS-CoV-2 a secuestrar las células y que participa en la producción de proteínas de señalización de citoquinas que regulan el sistema inmune. Por su parte, el otro haplotipo neandertal, encontrado en el cromosoma 12, parece reducir en una quinta parte la probabilidad de desarrollar una versión grave de la enfermedad. Y este es apenas uno de varios ejemplos de cómo decisiones sexuales tomadas hace decenas o cientos de miles de años en cavernas lejanas pueden afectar de forma sustancial la vida de los humanos actuales.


4. El valle de la vida

A mediados del siglo XIX, en el Neandertal (el valle de Neander), una región calcárea en el estado alemán de Renania del Norte-Westfalia, se halló un inusual grupo de fósiles de homínidos en una cantera. Poco después, el naturalista Johann Carl Fuhlrott y el anatomista Hermann Schaaffhausen declararon que debían provenir de una especie humana extinta. Esto ocurrió en 1859, el mismo año en el que Charles Darwin y Alfred Wallace anunciaron sus respectivas teorías sobre la selección natural. En la década siguiente, el propio Darwin sostendría entre sus manos un cráneo de neandertal; no obstante, lo único que se sabe que dijo al respecto es que le pareció “maravilloso”, pues siempre prefirió mantener una postura reticente ante el tema de la evolución humana. Sin embargo, la tecnología genética del siglo XXI nos ha permitido echar un vistazo al pasado de formas que antes eran impensables y, al igual que las tribus de artistas neandertales que construyeron en las cavernas círculos vidriados con fuego, al investigar qué somos y cómo llegamos a serlo podemos hacer un mapa de nuestras hélices en forma de espiral y de su evolución a través de la historia.

Al parecer, seguimos teniendo mucho en común con los neandertales. Por ejemplo, los anillos de Bruniquel son indicio de un deseo compartido de expresión trascendental, mientras que los cráneos de Le Moustier y Kaprina podrían ser indicativos del deseo de ser recordados y quizá también de honrar a los muertos, aunque por otro lado podrían ser interpretados como evidencia de la incesante crueldad que ejercemos contra nuestros pares. No obstante, lo que es un hecho es que compartimos con ellos el impulso de explorar el mundo tanto como sea posible, ya sea atravesando los inhóspitos y enormes parajes de la Europa del Pleistoceno o recorriendo larguísimas secuencias numéricas en una pantalla en busca de fantasmas ancestrales presentes en nuestra propia sangre. El hecho de que en menos de una década se haya revelado tanto sobre nuestro linaje neandertal y denisovano a partir de tan pocos fósiles nos hace pensar que hubo mucha más mezcolanza e hibridación de lo que podríamos suponer. Siendo así, ¿qué otras cosas seguirán ocultas en nuestro interior, a la espera de que alguien las descubra?